Author barcamilo

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EL CÓNDOR, EL PUMA Y LA SERPIENTE

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Machu Picchu, Peru, Junio 2019

Si. Esta es la foto de nuestra llegada a la mítica Machu Pichu, tan grande, famosa, sagrada, mágica e imponente como su imperio. Esta es la imagen de la felicidad de haber llegado después de dos años de ruta a este importante lugar que no pudimos visitar de bajada hacia el sur por problemas mecanomicos. Esta es la cara que quiero compartir ahora mismo con todos los que siguen y apoyan esta aventura llamada Familoamerica, en nuestra ultima gran conquista antes de nuestro eminente regreso a Bogota en agosto.

Y también quiero compartir que esa sensación reflejada en esta foto, es solo una parte del viaje, de la familia, de la vida. Aunque todos lo sabemos o inmediatamente después de ver la “foto linda” lo imaginemos, esa otra parte también hace parte fundamental de nosotros, del viaje, de la vida. En las redes comparto lo mejor de mi para alimentar de buena onda al Mundo, al real y al virtual, y para convencerme a mi mismo de esa parte ”bacana” que me gustaría ser y reflejar. Pero no puedo ni pretendo ignorar ni negar la otra parte de lo que soy, de lo que somos como familia y del sufrimiento que vivimos por el simple hecho de ser humanos… y del cual no tomamos ni publicamos fotos.

Antes de esta foto, estábamos peleando con Paz porque ella no quería seguir caminando, se quejaba a cada paso con mala actitud y estaba haciendo de nuestra esperada visita a Machu Pichu, después de tanto tiempo, un pequeño infierno. Teo jugaba indiferente con todo, trepaba los muros de la ciudadela sagrada y se lanzaba sentado de bajada como rodadero, ante la mirada crítica de muchos. Mi mamá disfrutaba de este viaje como un sueño compartido en Famila, con algo de molestia por una discusión conmigo sobre la importancia de escuchar y respetar la palabra cuando me dirigía a los niños. Paula y yo disfrutábamos del tour y las montañas, como dos más de los cinco mil turistas diarios que quieren conocer, comprender, tomarse la foto o jactarse de haber llegado a Machu Picchu, lidiando con las ligeras diferencias que se pueden hacer pesadas, luego de dos años de viaje en familia: el uso del bloqueador solar, quién tiene las entradas, quién lleva al baño a Teo, el uso del celular, “me pasas…” o “sabes dónde está…?”, entre miradas o palabras que están lejos de ser románticas o, por lo menos, amorosas.

Reconozco que la visita a Machu Picchu y esta foto tiene algo de cliché y es una simple excusa para compartir otra cosa más importante y simple de nuestro viaje en familia. Machu Picchu es un lugar maravilloso, único y sagrado que respeto y honro por su legado, su historia, su energía y su belleza natural. No somos apasionados de la antropología, ni sabemos mucho de la cultura Inca, y apenas estamos conociendo un poco de nuestras raíces y ancestros suramericanos. Ahora entiendo mejor el desinterés de Paz (que cambió de actitud luego de una necesaria y sincera charla Padre-hija) y la indiferencia de Teo por Machu Picchu desde una mirada de niños, comprendo un poco más a las mujeres que más amo en la vida cuando me discuten y veo con claridad mi deseo de ser o mostrar un “tipo bacán” o “una linda familia”… para publicar la foto en Facebook. Si, llegamos a Machu Pichu, y tenemos fotos, pero eso no dice mucho de lo que soy y de lo que estamos viviendo en Familoamerica.

Lo que si dice mucho, quiero compartir y de lo que no tengo fotos, es de mi aprecio, agradecimiento y felicidad de ver a toda la familia caminando los 12 kilómetros desde la Hidroeléctrica hasta Aguas Calientes como unos guerreros que aprecian la simplicidad y la naturaleza: de tener a una madre y abuela que viaja, camina, duerme en Dharma, se acomoda a todo y viene a visitarnos con toda la alegría y cariño del mundo a sus 64 años (aunque sus palabras a veces no me lo demuestren… o mis oídos torpes no lo quieran percibir); de compartir con Paula este inolvidable viaje de mas de 30.000 kilómetros que pronto culminará, saliendo del lugar seguro y tomando el riesgo de conocernos más para amarnos (comprendernos) mejor… y con el reto de seguir riéndonos; de mostrarles de primera mano a mis hijos esta única Suramérica con sus particularidades, al mismo tiempo que van descubriendo sin frustración la humanidad de sus padres que también ríen, lloran, se equivocan, sufren y aman; de haber conocido tantas personas (“los profesores de la Escuela Familoamerica” les llamo) que ahora son amigos y que han hecho de este viaje algo más ligero y un aprendizaje eterno; de valorar mejor a mis ancestros, a mi familia y a mis amigos en dondequiera que estén; de simplemente estar acá y ahora disfrutando del momento presente.

Para los Incas el cóndor, el puma y la serpiente representan el mundo de los dioses (celestial), los seres vivientes (el terrenal) y el inframundo. Al entrar al pueblo de Machu Picchu hay una bella escultura que lo representa y que vimos cuando llegamos extenuados a Aguas Calientes luego de 4 horas de caminata. Este maravilloso viaje que llamamos Familoamerica está compuesto de todo, el barro y el loto, “lo bueno” y “lo malo”, los robos y pérdidas y las metas alcanzadas, las amargas discusiones y los besos apasionados, las varadas y las cimas conquistadas, las críticas y los elogios, las lágrimas y las risotadas, el puma, el cóndor y la serpiente que todos llevamos dentro.

No quería publicar estas lindas fotos sin su negativo – el escrito -, para compartir un poco más de Familoamerica y de mi mismo más allá de la imagen, para mostrar algo de los cóndores, pumas y serpientes que somos y, así, podernos mostrar y querernos mejor. Esto también somos, esto también es Familoamerica, esto también es Camilo.

Gracias por seguirnos, apoyarnos y comprendernos (amarnos) siempre… o no.

P.D: Aprendimos de nuestros amigos Uruguayos que podemos llevar agua caliente a todas partes, en nuestro termo, y en la cima de Machu Picchu disfrutar la dicha de un Café Amor Perfecto (que siempre nos acompaña), y así unir en nuestra mente lo mejor del mundo con lo mejor de nuestra querida patria.

 

 

 

 

 

 

 

ENCONTRÁNDOME PERDIDO EN EL SALAR DE UYUNI

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Crónica de una experiencia próxima a la muerte que me acercó a la vida, en la noche más bella y peligrosa de Familoamerica

Finalmente y luego de un largo recorrido de doce horas desde La Paz a paso de Dharma, el 15 de junio llegábamos a uno de los lugares más majestuosos, representativos y hermosos de Bolivia, Suramérica y del planeta y que era uno de los destinos más esperados de Familoamérica: el Salar de Uyuni. Este gigante desierto de sal de 40.000 km2 es el salar más grande del Mundo, la planicie más extensa del planeta y el espacio más blanco, más silencioso y más sorprendente que hubiera vista en mi vida. El Salar también nos estaba esperando para enseñarnos muchas más cosas que geografía, un paisaje lindo o una vivencia turística.

Cuando nos aproximábamos a Uyuni en el carro, tan cansados como felices y con los niños dormidos después de un día entero de ruta, vimos con Paula una luminosa estrella fugaz que nos daba la bienvenida a un lugar especial, mágico. “La viste?” nos preguntamos casi al mismo tiempo con los ojos abiertos y brillantes. Y como es costumbre, pedimos un deseo. Mi deseo más profundo era volver a sentirme enamorado de Paula, con la pasión, la alegría y el placer que sentimos cuando nos conocimos hace 10 años en una fiesta y que, con el paso del tiempo, la rutina y un año de viaje en familia, sentía iban desapareciendo como la estela de luz de esa estrella. Reconozco con algo de tristeza que en algunos momentos del viaje y de nuestra historia juntos, el cansancio, la rutina, la falta de espacios propios, nuestras chocheras y los niños – por más que los amemos infinitamente -, sumado a nuestras propias limitaciones para comprender y amar verdaderamente, nos hicieron pelear y pasar muy malos ratos. Yo sentía con resginación que nos convertimos en ese esposo/a, padre/ madre, persona que nunca quisimos ser. He llegado a pensar y preguntarle a Paula, en algunos de esos momentos más difíciles, mas desesperanzadores, más humanos: “Amor, se nos acabó el amor?”. Con ese rezago de fe pedí, en silencio y desde lo más profundo de mi corazón a Dios, a la estrella fugaz, al Universo, el siguiente deseo: que reencontráramos la magia perdida (o mejor, refundida) con Paula para abrazarnos y vernos a los ojos con amor, libre y eterno, renovados. El deseo se fue para el cielo y rápidamente se congeló con el frío de tres grados bajo cero con el que nos recibía e pueblo boliviano de Uyuni.

 

Al día siguiente nos fuimos los cuatro expedicionarios – Teo, Paz, Paula y Camilo – a la entrada del Salar de Uyuni por el pueblo de Colchani para explorar, como nos lo recomendaron varias personas, si nuestro Dharma podía pasar los pozos de agua que se forman por el constante paso de las 4×4 y que forman una barrera natural (un río) que impide el paso de los carros viejos y sin doble tracción como el nuestro. Vimos un atardecer espectacular y pasamos una tarde divertida en la entrada al salar  junto a dos amables viajeros uruguayos en otra kombi más vieja que tenían claro que no iban a pasar. Nuestro sueño de recorrer el Salar en nuestro cuestionado y querido carro – casa estaba cerca de hacerse realidad pero teníamos que estar seguros de no quedarnos atascados ni varados como vimos que sucedía con otro carro, mucho más moderno que el nuestro, y que fue rescatado con gran habilidad por un lugareño en otra 4×4. Este era un personaje amable, de tez oscura, pelo lacio, estatura baja, ojos negros y luminosos que mascaba un bulto prominente de coca en su cachete como es tradición en Bolivia para aliviar el frío, el trabajo pesado y la altura. Me acerqué al rescatador boliviano, al uyunense, y le hice las preguntas de rigor para estar completamente seguro de recorrer el Salar en Dharma: “Usted cree que con este carro podemos pasar?”; “Usted nos podría ayudar a pasar esta primera parte?”; “Nos podría dar su teléfono y esta pendiente de nosotros cuando pasemos?”; “Cuanto nos cobra?”. Con absoluta seguridad y amabilidad Leonardo, nuestro Mitch Bucanon del altiplano, nos respondió que si, que serían 50 bolivianos por pasar y que una vez pasado el río podríamos atravesar, recorrer, disfrutar y salir del Salar solos.

Con la seguridad y “autorización” recibida, nos despertamos felices al día siguiente para cumplir con uno de nuestras mayores metas y destinos en Familoamerica: llegar y recorrer el Salar de Uyuni… en Dharma! Esa mañana todo parecía fluir y tuvimos la suerte de contar con la compañía de Carla, la recepcionista del Hostal donde tuvimos que pasar la primera noche en Uyuni porque el frío bajo cero en el carro era insoportable. Ella, luego de responder nuestras constantes preguntas el Salar y los tours y de encariñarse con los niños, se ofreció para servirnos de guía y pasear con nosotros. No nos cobró, nos pregunto fue si podía llevar a su perro “Brando” y nos dijo que debía regresar antes de las 8:30pm cuando iniciaba su nuevo turno en el hostal. Con su guía y la ayuda de Leonardo, nos sentimos seguros para emprender la conquista del Salar en Dharmasin necesidad de pagar los excesivos precios de los tours.

A la orilla del Salar Leonardo no llegó, como lo esperábamos, en su 4×4 sino en su camión de carga con sus dos hijos, morenos, graciosos y cacheticolorados como él. Ni siquiera amarró su carro al nuestro con una cuerda y, confiando plenamente en Leonardo, sencillamente nos dijo que siguiéramos el camión por donde pasara. Leonardo nos mostraía la tura menos honda para cruzar los charcos y el riachuelo. Rápidamente y sin mayores complicaciones atravesamos el río entre la emoción, los nervios y la felicidad. Habíamos sobrepasado lo que pensamos era la mayor barrera para conocer, adentrarnos y disfrutar del famoso Salar de Uyuni. Celebramos y cantamos luego de pasar el pequeño río y disfrutamos de este momento de gloria familoamericana con nuestros dos invitados especiales del día: Carla y Bruno.

Recorrimos muy contentos los 70km de la inmensa y blanca planicie de sal desde la orilla en Colchani hasta la fascinante Isla Incahuasi, una montaña de piedra gigante en medio del Salar con cactus gigantescos que parece sacado de otro planeta. Como también lo parecía nuestro viejo y digno Dharma en medio de todas las 4×4 que entraban y salían sin parar, llevando turistas a diestra y siniestra. Visitamos el Hotel de Sal “Playa Blanca”(primera parada turística a 15 km de Colchani), conocimos los ojos de agua que salen de debajo de la sal, nos bajamos a tomar las fotos de rigor, jugamos futbol, a las carreras y a la lleva, nos acostamos en el gigante colchón blanco de sal, respiramos y agradecimos, Paz y Teo manejaron en mis piernas sin temor a estrellarse contra nada y escuchamos a Carla responder nuestras preguntas sobre el salar, la historia de Bolivia y su actualidad política. Demoramos casi 2 horas en llegar a esta isla donde apreciamos la inmensidad de la naturaleza y nuestra pequeñez humana. Comimos unos deliciosos sanduches de aguacate que preparamos en familia y disfrutamos del regalo de estar allí.

Decidimos regresar antes que oscureciera y “nos cogiera la noche” para evitar infortunios en la noche y para poder dejar a Carla en su trabajo antes de las 8:30pm como habíamos quedado. Avanzamos 30 minutos de regreso, aproximadamente, e hicimos una última parada para tomarnos las últimas fotos y videos del majestuoso atardecer que nuestros ojos no podían creer estar viendo. Escuchamos el vasto silencio – cuando Teo lo permitía – e hicimos una pequeña meditación agradeciendo y celebrando el momento presente, el haber llegado al Salar de Uyuni. Emprendimos nuevamente el regreso triunfantes, con la misión cumplida, sin saber que apenas estaba iniciando una nueva aventura.

A los 20 minutos de reiniciar el regreso y en medio del desierto, el carro se detuvo y no volvió a encender el motor. No sabíamos qué le sucedía a Dharma(después supimos que el cable de la bomba de gasolina se había destrozado por la sal), al gran héroe que descendió rápidamente en sus índices de confiabilidad y surgieron nuevamente los pensamientos negativos y críticos frente a Dharmay nuestra decisión de entrar al salar en él. Eran casi las seis de la tarde y teníamos menos de una hora antes que anocheciera. Las 4×4 que realizaban los tours pronto dejarían de pasar, según nos dijo Carla, y los que lo hacían pasaban lejos de nosotros. Nuestro polémico Dharma, inmediatamente nos daba solución a nuestro problema y respuesta a las silenciosas críticas mentales. Con Paula pensamos la misma solución para enfrentar esta nueva dificultad: dormiríamos en en carro. “No hay mayor problema; tenemos un carro-casa (que muchas veces sirve más para  lo segundo que para lo primero) donde podemos pasar la noche cómodamente y sin frío hasta que amanezca y mañana por la mañana le pediremos ayuda a las 4×4 que pasen o llamaremos a Leonardo. No es tan grave”. Coincidimos con Paula y el problema parecía aminorarse. Con el positivismo que surge de estas situaciones difíciles y con el espíritu de los payasos ante la adversidad, coincidimos simultánea y casi telepáticamente con Paula que era una linda oportunidad de dormir una noche bajo el cielo más hermosos del planeta, en medio del Salar de Uyuni, uno de los mejores lugares del mundo para ver las estrellas… y en Dharma! Como en muchas ocasiones durante el viaje, respiramos profundo y tratamos de verle el lado más amable a la situación.

Con lo que no contamos era la opinión de nuestra invitada. Carla pensaba diferente a nosotros dos. Ella pensaba que podría llegar a tiempo a su trabajo, como fuera, para evitar un regaño o una sanción laboral. “Aún hay tiempo y podemos llegar caminando hasta Colchani. No nos podemos quedar acá perdiendo el tiempo. Ya perdimos media hora y yo me voy caminando, así sea sola con Bruno!”. Esta era su posición y nos lo reiteró varias veces. La intentamos persuadir (y no somos buenos para esto) argumentando que estábamos lejos, que en el carro podríamos dormir todos, que podía ser peligroso y haría mucho frío en la intemperie, que en su trabajo lo entenderían… Todos nuestros argumentos para calmarla y convencerla de quedarnos parecían no ser escuchados y resultaron infructuosos.

La situación se hacía cada vez más difícil con el paso de los minutos: empezaba a oscurecer; Paula escribía mensajes de Whatsapp pero Leonardo no respondía; Carla tenía minutos de celular pero no tenía señal; intentamos encender el carro varias veces y no lo logramos. Se agotaba el tiempo y debíamos tomar una decisión. Yo no estaba seguro de la distancia que faltaba para llegar a Colchani o, por lo menos, al Hotel “Playa Blanca” pero sabía que estábamos lejos, muy lejos. Teo jugaba y no se percataba de la situación mientras que Paz observaba, nerviosa y consciente de todo lo que sucedía. Paula y Paz, me pidieron que no me fuera, que nos quedáramos juntos en el carro y que no valía la pena tomar el riesgo de caminar por el Salar. Yo pensaba exactamente igual pero tampoco me sentía tranquilo dejando ir sola a Carla. Se agotaba el tiempo y debíamos tomar una decisión.

Carla lo hizo y decidió irse caminando rumbo a Playa Blanca o a Colchani para llegara tiempo a su trabajo. Tomó la decisión enfáticamente después de perder nuestra última oportunidad de ser transportados por una movilidad: a lo lejos y rápidamente, pasó un bus, que se fue alejando sin vernos ni escuchar nuestros gritos y llamados de auxilio mientras corríamos a su encuentro. Carla estaba decidida e inició su marcha. En ese momento tuve que pensar y decidir rápidamente; ya no había más tiempo. Pensé entonces que Paula estaría segura con los niños en el carro y allí no pasarían frío ni hambre, que estarían protegidos y seguros hasta la mañana siguiente cuando llegara la ayuda. No quería dejar a mi familia pero tampoco quería dejar sola a Carla en medio de la noche oscura y fría, a esa persona desconocida que se había ofrecido desinteresadamente a acompañarnos y guiarnos para pasar un lindo día en Uyuni. Tomé mi decisión: decidí acompañarla.

Preferí no quedarme en el carro viendo cómo Carla se alejaba sola con Bruno, a pesar de mí mismo, de las palabras de Paula y del llanto de Paz. Me llené de argumentos para no quedarme en el carro con mi familia y traté de convencerme a mí mismo que no era una locura: “Carla conoce el Salar y si dice que llegamos caminando a pedir ayuda es por algo; ella ha vivido en Uyuni los últimos años y además trabaja en un hotel. Seguro nos demoraremos caminando pero llegaremos a algún lugar habitado. Si nos sucede algo, estaremos juntos para ayudarnos”. No estaba de acuerdo pero me obligué a pensar así.

Cogí rápidamente una cobija del carro – una de cuadros verde con azul que le regaló Benjamín, un amiguito del jardín, a Teo para el viaje –, una linterna de cabeza y un chaleco reflectivo. Alcancé a Carla y a Bruno e nicié la caminata cuando el sol caía. Camine con la esperanza de llegar al Hotel “Playa Blanca”o encontrar en el camino alguna “movilidad” (término utilizado en Bolivia para referirse a algún vehículo) para luego ir en busca de Paula y los niños; Carla lo hacía pensando en llegar a su trabajo. Eso que motivó a Carla a irse sola en medio del gran desierto (después lo entendí mejor) no era conocimiento, intuición o sagacidad; era algo loco, incompresible, casi estúpido, síndrome de una sociedad confundida: el miedo exagerado a una sanción laboral o a perder un trabajo por encima de la Vida misma.

Y aunque yo también tenía muchas dudas y pocas certezas, si sabía que no debía dejarla ir sola. Me entregué al Universo, a Dios, a la Divinidad, a la Vida. Confiaba en ese Algo más allá de mí y de nosotros, a esa protección divina que nos guía y cubre en este viaje por la Vida (hasta cuando sea la hora indicada de detenerse y nos lleve a otro camino).Yo estaba tranquilo, sereno, en medio de una situación de incertidumbre, peligro y sosobra. Mientras caminaba, intenté disfrutar del espectáculo natural que el Salar me ofrecía con un atardecer silencioso y mágico, lleno de colores cambiantes y formas diferentes, donde el cielo y las nubes bailan con el viento y se pintan con el sol. Como nunca antes en mi vida, vi la danza de los astros de la noche, la aparición de las estrellas luminosas en el firmamento, la majestuosa salida de una luna brillante con forma de una delgada sonrisa hacia arriba, como la del Buda, que iluminó nuestro camino durante la primera hora y proyectó sobre el blanco nuestras sombras. “La mía parecía la sombre de “El Principito” o “SuperFan con su capa ondeando” (era simplemente yo con la cobija de Benjamín amarrado al cuello), fantaseaba mientras caminaba y miraba el suelo, aún con esperanza y alegría. Con el pasar de las horas, la luna subió, su luz poderosa disminuyó considerablemente y la sombra y la ilusión de ser un superhéroe se esfumo rápida y contundentemente para convertirme una vez más, cada vez más, en un mortal más, perdido en medio de la naturaleza: vulnerable, frágil, limitado.

En medio de este complejo, difícil pero majestuoso escenario, intente disfrutar cada paso que di, siguiendo las enseñanzas de mi sabio maestro Thich Nhat Hanh o Thay como le llamamos con cariño. Recordé: “No mud, no lotus” (“sin barro no hay loto”). Respiré profundamente, dando pasos con consciencia plena  e intenté sonreír. De vez en cuando levantaba la mirada al hermoso espectáculo del firmamento y sus estrellas, y aprovechaba el impulso para mirar hacia atrás, a las luces de parqueo de Dharma, intermitentes, que continuaban titilando a lo lejos y que cada vez se hacían más pequeñas. Las luces del carro eran mi lugar fijo para regresar en caso de no encontrar nada y cada vez se hacían más y más pequeñas.

Mientras caminaba en silencio, recitaba mantras o realizaba oraciones, entregado a Dios, al Universo, al Gran Misterio, evitando que mi mente divagara por las ramas de los pensamientos y preocupaciones innecesarias. Y mientras cantaba, recitaba mantras y oraba en silencia a Buda, a Krishna, a Jesús y al Gran Misterio, también me acordé de las palabras de Paula, cuando estábamos recorriendo el Salar unas horas antes, que comparaba la inmensidad y la paz del Salar con las del “cielo” al momento de morir. Pensé serenamente en la Muerte, en mi muerte, sin dramas, ni protagonismo, sin verla como un hecho extra-ordinario como estaba acostumbrada a verla. Pensé en mi muerte como un suceso tranquilo y cotidiano, lejos de ser “una gran pérdida para la humanidad”, como mi ego me lo había querido hacer proyectar muchas veces antes, y visualicé algo maravilloso que me hizo entender mejor mi existencia: mi muerte será ordinaria, como mi vida. Tan ordinaria como la vida de una piedra, una flor, una ola de mar, un puma o cualquier otro humano. Ordinaria. Simple. Natural. Bella.

 

Pensé en mi familia, en Paula, Paz y Teo; especialmente en Paz, de quien me había despedido viendo sus tenues lágrimas en los ojos, diciéndole con tranquilidad y optimismo antes de separarnos: “Voy a estar bien, tranquila, que voy a estar bien. Las amo”. Pensé en la maravilla del Salar, del cielo, la luna y las estrellas, de la Vida misma; y en la maravillosa posibilidad que me había dado FamiloAmérica y, también, Carla para darme cuenta de lo que no veía minutos antes: lo único que necesitaba en ese momento era poder respirar y mi mayor deseo era estar nuevamente con mi familia. Comprendí que el resto de mis preocupaciones y deseos son una ilusión porque ya lo tengo todo para ser feliz, acá y ahora. Aún condicionaba mi felicidad al hecho de poder estar junto a mi familia y comprendí mi limitación incapaz de entender que el amor y la felicidad son eternos e infinitos, incondicionales, más allá de todo, incluso de mi esposa e hijos que tanto amo. A pesar de este fugaz momento de claridad y comprensión espiritual, soy consciente que yo estoy en un nivel de trascendencia menor y aún pienso que necesito  de mi mamá, mis hermanos, mi esposa y mis hijos para ser feliz.

La muerte estaba presente en mis pensamientos pero de una forma tranquila y amistosa. Y mientras caminaba en la noche mi única petición era que Paula y Paz estuvieran bien, en paz. Mi preocupación en esos momentos era que ellas no se preocuparan por mi, porque yo estaba bien, me sentía bien y tenía fe que llegaría a buen puerto, cualquiera que fuera. Y mi deseo cambió: ya no necesitaba estar con mi familia. Ahora sólo quería que Paula y Paz no sufrieran y que estuvieran serenas, tranquilas y en paz (Teo ya estaba en el Nirvana, durmiendo feliz); como yo lo estaba. Mis oraciones y meditaciones se enfocaron ahora en hacerles sentir que yo estaba bien, aunque no estuviéramos juntos, y que si ellas no sufrían en este momento de separación, yo podría disfrutar mejor de la extraña felicidad que el Salar, la noche y las estrellas me ofrecían. Fue un aprendizaje y una alerta, un pequeño despertar, para el futuro momento de mi muerte, de alguno de mi familia o de mis seres queridos. “Voy a estar bien, tranquilas, que voy a estar bien, las amo” repetía continuamente en mi cabeza y envía mis pensamientos a Paula, Paz y Teo.

Y pensando en la muerte, vino mi papá a mis corazón y mente. Pensé en mi padre, en el flaco Fer, quien hacía exactamente 20 años atrás, una madrugada del 18 de junio de 1998, había partido de este mundo para continuar su viaje en otro plano, y desde allí sigue cuidándome, acompañándome y viviendo conmigo y con toda nuestra querida familia, en cada latido y respiración. Sentí con más fuerza que nunca y sin dualidad la unión, la armonía y la continuidad entre la Vida y la Muerte, sin drama en medio del drama, sin la extravagancia de un suceso que lo hemos (la sociedad) vuelto extraordinario, sin la incomprensión y la aversión que le tenemos. Volví a pensar en la mal llamada “muerte” de mi papá, en la noche que se accidentó en la carrera 11 con calle 76 y me vi a mí mismo, esa noche, llorando desconsoladamente en ese andén frente al Gimnasio Moderno. Y esta vez pude recordar el momento con amor, con paz y alegría para decirle a mi padre esas mismas palabras: “Tranquilo Pa’, estoy bien y se que tú estás conmigo”. La experiencia en el Salar me ayudó a verlo, sentirlo y comprenderlo así e intento escribirlo y compartirlo ahora sin exageración ni pretensiones. No se cuánto tiempo me tomó entender y decirle estas palabras a mi papá, o cuánto tiempo más me tomará entender la muerte como algo ordinario porque las lecciones de la Vida se suelen olvidar con el breve paso del tiempo. Y por eso los escribo y los comparto con ustedes, querido amigo lector que vive conmigo esta experiencia a través de las palabras. Y les digo que esta experiencia en el Salar me acercó a la muerte y, al mismo tiempo, a la Vida.

Seguimos caminando con Carla, cada vez más silenciosos entre nosotros. Las sombras desapareció con el paso del tiempo, como se diluyó la imagen del Superhéroe en el suelo y en mi mente. El frío, el cansancio y ver que no nos acercábamos a nada me hacía sentir cada vez más humano, más vulnerables, más cansados. Había algo latente que no quería reconocer: estábamos perdidos en el Salar de Uyuni. Veíamos luces diminutas en el horizonte, las del pueblo de Colchani y el resplandor de Uyuni, nuestro oriente hacia donde caminábamos sin parar. Esas luces parecían espejismos y por momentos aparecían y desaparecían, con nuestras fuerzas y esperanza de llegar a algún destino habitado. La luz intermitente de Dharma se hacía cada vez más pequeña y me tomaba mas esfuerzo poder divisarla cada vez que me giraba para sentirme seguro. Era literalmente la luz de esperanza que se prendía y apagaba mientras se alejaba. En un punto, intenté persuadir a Carla de regresar al carro y ella se negó diciendo que ya habíamos caminado 3 horas y estábamos más cerca de la orilla que del carro. Otro espejismo. Carla insistía en seguir y yo quería regresar, pero separarnos hubiera sido llegar al punto que quería evitar desde el principio: quedarnos solos, con la posibilidad de perdernos sin compañía. La noche se hacía cada vez más fría y oscura, y tuve que prender la linterna para intentar seguir los trazos de los carros y no desviarnos del camino. Otro espejismo más.

Gracias a las oraciones y los mantras, me pude mantener en calma, en silencio y sin emitir juicios, pero no evitaron que me empezaran a doler algunas pequeñas ampollas en los pies y que se sintieran cada vez más el cansancio y el frío, en especial cuando parábamos por alguna razón. No volvimos a ver ninguna movilidaddurante toda la noche, excepto unas luces de carro que divisamos a lo lejos, en dirección contraria a la nuestra y que pensamos era la carretera principal, fuera del Salar. Un momento más tarde, nos ilusionamos y pensamos ver a nuestra derecha, a lo lejos, las luces del Hotel de Sal. Desviamos nuestro camino 90 gados hacia la derecha y nos salimos de las huellas trazado por los carros que levemente alcanzaba a iluminar la linterna. Caminamos 30 minutos en esa dirección y aunque veíamos las luces, parecía que no avanzábamos. Quizás era la mente, esa misma mente que engaña continuamente hasta crear un hábito y que nunca para de juzgar, opinar y especular, que nos hace tener siempre la razón; esa misma mente nos hizo creer que era el Hotel y nos había sacado del camino. Después de caminar en esa dirección varios minutos y no sentir avance, “decidimos” que ese no era el hotel y que quizás lo habíamos pasado sin darnos cuenta. Nuestra volatil mente y el Salar jugaban con nosotros y creaba realidades; es su costumbre. Yo insistí una última vez en regresar porque, aunque ya no se veían las luces de Dharma, teníamos aún fresco el camino de regreso y las luces nos servirían luego para llegar al carro. “Estamos cerca; creo que nos demoraremos dos horas más en llegar al Hotel, menos que las tres horas que ya hemos recorrido”, decía Carla con una seguridad incierta, a la que yo me aferraba para no quedarnos solos.

El Salar es tan inmenso como su belleza, poder y silencio. Y nosotros dos no dimensionamos su magnitud, como suele suceder entre los Humanos y la Naturaleza. Carla estaba enceguecida por llegar al trabajo, una idea que cada vez se hacía más imposible de realizar. Por momentos su llanto se escuchaba con ligereza y yo no sabía si era por su situación laboral o nuestra situación geográfica. Y yo seguía caminando, sólo caminando, sin saber si llegaríamos en toda la noche, pero con confianza en la Vida, en Dios, en mi papá, en Paula, en Leonardo u otros ángeles por ahí que nos cuidan y guían. Cada luz a lo lejos era una esperanza que se desaparecía o a la que nunca nos acercábamos. Parecíamos caminar en ese pasillo de Momo de Michael Ende que entre más rápido se camina, menos se avanza.

Decidimos dar media vuelta y buscar nuevamente las trazas del camino que habíamos abandonado tras la ilusión del Hotel. Avanzamos 15 minutos (aproximadamente, pues la noción del tiempo era tan efímera como la del espacio) en dirección contraria a la recorrida los últimos minutos. Cuando el frío iniciaba a molestar realmente y la situación se tornaba crítica, vimos a lo lejos una luz de un carro que parecía venir hacia nosotros. O eso quería creer yo. Era la luz de la esperanza que esta vez no dejaríamos escapa – como el bus– y empezamos a correr rápidamente a su encuentro. Debíamos correr sin parar no se cuantos metros para evitar que pasara de largo. Parece una tontería, pero en medio del extenso desierto uno es simplemente un grano mas de sal. Carla empezó a correr y yo tras ella intentaba direccionar la linterna para que vieran una senal; intentaba iluminar apuntando alternadamente hacia donde debía correr para no caer en lugares donde el suelo se hace frágil, hacia mi chaleco refelectivo y hacia el carro. Mientras corría con emoción y sin darme cuenta, se me perdió el gorro peruano que estaba usando para contrarrestar el frío cada vez más helado  que golpeaba con fuerza mis cabeza y orejas.

Efectivamente era un carro que iba en dirección hacia el pueblo (si es que puedo hablar de algún sentido de orientación). Mientras corría, me preguntaba si era Dharma, si era Paula que había podido encenderlo, si era Leonardo u otro carro. Me llené de energía y continué corriendo detrás de Carla con la linterna en la mano y la luz de esperanza nuevamente recargada en el corazón. Era nuestra gran oportunidad de ser recogidos de la carretera y rescatados del frío y la media noche que tenía la fría posibilidad de bajar su temperatura en la madrugada. Era nuestra oportunidad de salir de la incertidumbre y el Salar, en la noche más bella y riesgosa que había vivido en Familoamerica.

No reconocí el sonido de Dharma pero era evidente que iba en dirección a Uyuni e iba lento, muy lento, más lento de lo que quisiéramos. O mejor que no fuera rápido, pensé, porque quizás nos pasaba de largo. La lentitud del carro me hizo pensar que nos estaban buscando. Teníamos que hacernos ver como fuera. Corrimos y avanzamos hacia el “camino” donde podríamos cruzarnos con el carro. De pronto, se apagaron las luces del carro y no lo vimos más. “Los perdimos”, pensé; “seguramente no nos vieron y se regresaron”. Me tendría que armar de valor y fuerza para continuar caminando, para enfrentar la noche, el  frío, a lo desconocido, a nuestros estados mentales o a una situación mucho más difícil que la vivida hasta ese momento.

Seguía apuntando en dirección hacia donde vimos por última vez las luces. De pronto en medio del silencio infinito donde solo escuchaba mis pasos y mi respiración, escuche la voz de Paula que gritaba: “Camilooo”. Su voz llamando mi nombre me regresó el alma al cuerpo y me sentí vivo nuevamente; y la sentí viva a ella. Ahora si tenía certeza, era Paula y estaban buscándonos. Paula y los niños estaban cerca. La voz de Paula que seguía gritando mi nombre continuamente me regresó el aliento y las fuerzas, la pasión de estar vivo, esas que parecían perdidas por nuestra cotidianidad. Había esperanza para mi, para los dos, para todos. Yo empecé a gritar sin parar ni dejar de alumbrar con la linterna hacia el frente y hacia el chaleco reflectivo: “Paula. Acá. Paula!” Lentamente, muy lentamente las luces del carro se acercaban. A medida que se acercaban corríamos más rápido y gritábamos más duro. Seguimos corriendo hasta poder ver una 4×4 que halaba a Dharma. Era el carro de Leonardo y estábamos a salvo. Estábamos nuevamente juntos. Con vida. Felices.

De la 4×4 se bajó Leonardo, nuestro ángel del Salar, su hermano Nicolás y sus dos hijos. Uno de los hijos de Leonardo, el de 7 años, se abrazó de mi pierna y me dijo triunfante y  emocionado: “Los rescatamos”. Paula se había podido comunicar con “San Leo” y él salió a su rescate, luego de aprovisionarse para la búsqueda; la encontró en el carro justo a tiempo, unos minutos antes que se agotara la batería de Dharmay se apagaran las luces de parqueo. Algo de buena suerte tenemos. Cuando nos encontramos, Paula se bajó rápidamente de Dharma. Paula y yo, renovados en nuestro amor y comprensión de la Vida, con los ojos llorosos y las manos temblando de la emoción, nos dimos un abrazo eterno bajo las estrellas del Salar, en un apretón fuerte de almas que se encontraron como hacía 10 años. Luego fui directamente a buscar a Paz que apenas se estaba despertando por los gritos y la emoción del momento.  Cuando la vi dentro del carro, estaba llorando levemente con sus profundos ojos azules, tal como la deje; esta vez, era de alegría. La celebración fue simple y hermosa. Era un festejo por la Vida, un rescate hacia la esencia de la vida a través de la cercanía con la muerte con la voz silenciosa del Salar. Creo que, en esta noche inolvidable, todos nos ayudamos a salvar (o a perder, según como se mire): Leonardo y su familia rescataron a Paula; Paula nos rescató a nosotros dos; y yo, con ayuda de la linterna, el chaleco reflectivo, la super-cobija de Benajmín, y los ángeles de cielo y tierra, ayudamos a rescatar a Carla de algo que nunca se sabrá.

No creo haber sido ningún héroe porque la magia de esta noche me reveló con fuerza mi humanidad, mi vulnerabilidad, mis limitaciones. Yo me entregué al Universo, a la Voluntad Divina, tomé la difícil decisión de acompañar a Carla y, con Thay, intenté respirar, disfrutar y sonreír mientras caminaba. Jamás se sabrá qué hubiera pasado si Leonardo no hubiera ido en nuestra ayuda. Todo será especulación. Lo que si supe es que faltaban 39 km hasta Playa Blanca y no hubiéramos llegado caminando en la noche. En el regreso, en Dharma, y con un ambiente festivo nuestros el hermano de Leonardo y sus hijos nos contaron que el Salar tiene espíritu de mujer y que por eso “se lleva a los hombres” (quizás por esto Carla también me salvó a mí) y que el año pasado en una situación similar habían encontrado “tieso” a un padre de familia que se bajó del carro y se perdió en el desierto de sal. Esa noche, después de llegar a “tierra dulce”, Leonardo nos invitó a dormir a su humilde casa, al hotel de sal que está construyendo con sus propias manos y que me confirma lo que el viaje me está mostrando: que los hombres y mujeres si podemos amarnos, ayudarnos y darnos la mano porque inter-somos.

Y luego de esta experiencia, de esta noche inolvidable, comprendí que a pesar de las dificultades, dudas y limitaciones en mi relación con Paula reconocí y redescubrí lo esencial: nuestro amor. La certeza de sentirme vivo en ese abrazo eterno con ella y que todavía siento en mí, me transformaron. Entendí que el Salar de Uyuní cumplió el deseo que pedí al ver la estrella fugaz: volver a sentir pasión, amor y alegría por esa hermosa y única mujer que me acompaña incondicionalmente en este fugaz viaje de la Vida. Comprendí que mi papá vive en mi y yo en él, y que él está bien si yo estoy bien, que el es feliz y si yo lo soy. Veinte años después de la continuidad de mi padre, comprendo mejor la muerte, la gran y amiga muerte. Esa muerte que dejo de entender como algo extra-ordinario y me reafirma su inevitabilidad y ordinariez junto a mi vulnerabilidad y simpleza (grande, divina y milagrosa simpleza!). Me doy cuenta que no soy ningún super-héroe ni alguien especial, como mi ego me lo ha querido hacer creer durante tanto tiempo. Simplemente soy, como una parte más y única de un Todo. Y esta comprensión me invita a ser feliz con lo que soy, con todo lo que soy y con todos los demás seres, sin mayores pretensiones ni deseos mas que SER, inter-ser.

Esta experiencia cercana a la muerte me acercó a la Vida,  a mi propia Vida, para reconocer con claridad y sinceridad quién soy yo verdaderamente (aunque a veces no me encante y otras no), e intentar día a día ser feliz con ello. A pesar de mis limitaciones como mi intolerancia, mi incapacidad de gozar, mi constantes nostalgias o tristezas, mis múltiples frustraciones y comparaciones, mi auto-imagen errada puedo celebrar y honrar la Vida con mi propia vida, puedo aceptar mejor quien soy y seguir agradeciendo a la Vida, a Dios, a los ángeles y maestros por darme a Paula y a dos niños divinos a los que amo con todo mi corazón. Esta experiencia cercana a la muerte, sin dramatismos ni heroísmos, me acercó a la Vida, a la muerte y al amor de mi Vida. Y este escrito me ayuda a recordar esas breves claridades que sentí, gracias a Familoamérica, a Carla y a Dharma, y a toda una serie de sucesos y personas que me permitieron acercarme un poco más a mí mismo y a encontrarme perdido en el Salar de Uyuni.

Improvi-Zen con Familoamérica

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Este escrito es un relato personal de mi experiencia de vida en los últimos 12 años a través de la impro, el clown, el mindfulness (práctica de la atención plena del budismo zen), el trabajo social en Colombia y su relación con este viaje por Suramérica que estamos iniciando con mi esposa y mis dos hijos. Quiero compartir mis aprendizajes más simples y profundos de estas artes, experiencias y formas de asumir la Vida, entendidas como una maravillosa oportunidad para vivir a plenitud del momento presente, aceptarnos como somos, encontrar el camino propio y construir en colectivo. Estas enseñanzas me han transformado y han permitido verme a mí mismo, a la vida, al clown y a la impro de una manera diferente: más amorosa, sincera y compasiva; menos pretenciosa, controlada y egoísta; más libre, espontánea y generosa. Espero que éste relato personal sea de su agrado, inspire a alguien a seguir buscando en su propio camino o sirva de puente conector con otros improvisadores, clowns, personas o colectivos de Latinoamérica que quieran compartir con nosotros y encontrarnos en algún punto de FamiloAmerica.

Confieso que desde niño cuando descubrí este maravilloso mundo del payaso con mi papá, en la televisión con Chespirito, Buster Keaton, Chaplin, Cantinflas, Jaime Garzón y, luego, en el teatro con Sergi Estebanell, Loco Brusca, Barnaby King, Gardi Hutter, y La Gata Impro he querido ser como uno de ellos: seres honestos, llenos de simplicidad y espontaneidad, personas que tienen esa capacidad de reaccionar con frescura, buen humor y sinceridad, con talento artístico y humano suficiente para interpretar y hacer sentir al público diferentes emociones desde la verdad, que son líderes y solidarios al mismo tiempo, que no temen al fracaso, y tienen un corazón y una mente abierta para adaptarse al colectivo y al fluir de la Vida. Con su ejemplo y desde muy temprano en mi vida, los payasos de espíritu y los improvisadores de corazón empezaron a ser mis ídolos. Y desde entonces yo quise ser como ellos.

Con su ejemplo e inspiración, me interesé cada vez más por el clown y la impro, vi espectáculos hermosos (y otros no tanto) y me atreví con valentía a darle un giro a mi vida y tomar mis primeros talleres de clown e impro en Barcelona en 2005, que me ayudaron a perder algo de mi timidez y miedo al fracaso. Con el paso del tiempo, varios cursos y buenos maestros logré conocer más de la esencia de estas artes que me cautivó tanto que quise combinarlas de alguna manera con mis estudios de Ciencia Política y Cultura de Paz. Encontré una estrecha relación entre ellas y pensé que sería posible realizar aportes de construcción de paz y reconciliación en Colombia desde un enfoque más personal, alegre y esperanzador que el académico, que lo complementara, desde el juego, la libertad y la posibilidad de ser que brinda la impro y el clown.

En 2006, con el apoyo del Loco Circo de la Vida de Mallorca y de diferentes grupos de artistas colombianos, ayudé a crear, gestionar y desarrollar la “ReVuelta a Colombia” (2005 – 2006), una gira de Circo Social que promovía la Cultura de Paz por varias comunidades afectadas por la violencia en nuestro país. La idea original era viajar en un bus por Colombia para realizar talleres, espectáculos artísticos y realizar un intercambio directo con sus habitantes, escuchar sus voces, sus aprendizajes y sus experiencias de vida en la construcción de paz y reconciliación.  Con estas miradas y perspectivas diferentes del conflicto armado en Colombia podría complementar lo que había aprendido en la academia, en los libros y en la ciudad.

Con la “ReVuelta a Colombia” – en sus dos ediciones de 2006 y 2007 y luego en la “ReVuelta a la Mitad del Mundo en Ecuador”, en la frontera con Colombia en 2007 -, tuve la maravillosa oportunidad de redescubrir mi país y su gente fuera de Bogotá y, al mismo tiempo, de presentarme por primera vez como clown, junto a grandes payasos y artistas internacionales (como Loco Brusca y Luciano), en escenarios improvisados como plazas, espacios públicos, escuelas, salones comunales y canchas de fútbol. La ganancia de asumir el riesgo de ser payaso y pararme en un escenario con mis ganas, talentos y miedos fue incomparable: rostros expectantes, miradas abiertas y risas de niños, niñas, jóvenes, adultos y viejos en pueblos y comunidades donde no había llegado un espectáculo como el que ofrecíamos. Esa sensación de generar risas, emociones y aprendizajes directamente con las comunidades y las personas haciendo talleres y espectáculos marcó para siempre mi vida. [Video en https://vimeo.com/16176903]

La segunda edición de la “ReVuelta a Colombia” que se desarrolló en 2007 no cumplió con las expectativas personales que tenía de un proyecto social que lideraba y no terminó tan bien como la primera edición en 2006. Para ese momento, me faltó experiencia como líder de un proyecto social como la “ReVuelta a Colombia”, con tantas personas y visiones diferentes de un arte y un país tan complejo. Pienso que nos faltó humildad, claridad sobre la intención y unidad como grupo. Fue un difícil momento pero asumí mis equivocaciones y aprendí de ellas. La lección personal de esta aventura fue enriquecedora, dura y certera: para dar paz, se debe tener paz en el interior; para ser payaso, se debe forjar y trabajar en el espíritu del payaso en un proceso artístico y personal que trasciende del escenario. Con estas primeras experiencias de intervención social a través del arte empecé a comprender que un artista o un grupo artístico de carácter social debe ser coherente con los principios que abandera, dentro y fuera del escenario. También entendí que el reto por ser payaso trasciende de ponerse una nariz roja y hacer reír. El clown, para mí, se convirtió en un trabajo eminentemente personal y espiritual por descubrirme, comprenderme y transformarme… y a partir de la experiencia vivida podría ayudar a transformar al otro, a mi entorno, a mi país. Estaba claro que yo quería y debía seguir intentando, explorando, trabajando, aprendiendo y creciendo como clown en esta dirección.

En 2006, me contrataron en Fundación Social, una reconocida ONG en Colombia, para desarrollar un proyecto de pedagogía de paz y prevención de reclutamiento con niños, niñas y adolescentes que habían hecho parte de los grupos armados ilegales en Colombia. Debía diseñar y realizar talleres para esta compleja población, todos menores de 18 años, con actividades pedagógicas de Cultura de Paz que decidí alternar con juegos de clown e improvisación teatral. Para mí, la relación entre el clown, la impro y la Cultura de Paz fue evidente desde que tomé mis primeros talleres en España y desde entonces he pensado que sus objetivos y actividades se pueden aplicar en el trabajo social; aún más, si es con jóvenes o niños. El trabajo con Fundación Social fue una primera oportunidad para explorar, probar y descubrir eso que sentía intuitivamente.

Durante este proyecto me dieron la oportunidad de crear y presentar un espectáculo de clown (amateur, pero con todo el corazón) que invitaba a esos niños a no volver a los grupos armados ni hacer uso de la violencia. Lo llamé “ReclowntaMiento” y lo disfruté muchísimo porque era mi primera creación y no tenía mayores pretensiones más que compartir con esos niños desde lo que soy y lo que había aprendido en esos primeros talleres de clown: a jugar, a divertirme, a ser yo y comunicar un mensaje de paz desde la risa. Ver a esos niños, niñas y adolescentes riendo como hacía rato no lo hacían, recibir su cariño y crear un espectáculo de clown fue, una vez más, la mayor recompensa que pude tener por apostarle a algo en lo que creo profundamente: el poder del clown, la impro y el juego para aprender, enseñar y transformar.

Este camino del payaso no lo he recorrido solo. Desde 2006 he tenido la suerte de explorar, descubrir, fracasar y triunfar en el mundo del payaso con HENYOKA Clown, junto a mi gran amigo y colega Jaime Fajardo, en un proceso largo y complejo por construir un estilo propio de lo que entendemos y queremos hacer del payaso o clown. Durante los primeros 4 años estuvimos explorando, formándonos y estudiando el arte del payaso. En 2010 creamos un espectáculo de clown sobre la guerra, la paz y la reconciliación que llamamos “Escuadrón de PayAseo” que es la síntesis y el reflejo de ese propio caminar, de esa mirada del payaso y de nuestro aporte a la paz. Esta obra respondía a nuestros deseos de intervenir social y políticamente desde el arte, la risa y desde nuestra propia esencia como payasos. Durante los últimos 6 años lo hemos presentamos exitosamente (digo yo) en innumerables pueblos, comunidades y veredas que han padecido la guerra y la violencia en Colombia, en varios Festivales y como parte de mi trabajo en Fundación Social (2006 – 2010) y, luego, en el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2013 – 2017). [Video: http://www.youtube.com/watch?v=1wRW1-p_xPw].

El sueño de hacer del payaso un instrumento de construcción de paz y utilizar este arte con la intención de beneficiar a otros y no sólo a mi “ego de artista” lo pude disfrutar y vivir al máximo cuando presentamos los espectáculos de HENYOKA Clown en los escenarios más simples y recónditos, llegando a personas de todas las edades y regiones del país, de diversos estratos socioeconómicos, con diferentes posturas políticas y experiencias de vida en el conflicto armado en Colombia. Luego de más de 60 presentaciones de “Escuadrón de PayAseo” en ciudades, pueblos y veredas de nuestro país logré confirmar lo que intuía: que todos nos podemos beneficiar de la risa en un espacio de encuentro directo y respetuoso con las comunidades, que el arte efectivamente ayuda a transformar y que nuestro espectáculo de clown lograba ser un reflejo cómico de nuestra historia de búsqueda de paz en medio del conflicto para transmitir un mensaje de reconciliación.

Desde que conocí el clown y la impro en el teatro, siendo un estudiante de Ciencia Política sin ningún tipo de experiencia en los escenarios (sólo los deportivos), soñé con ser un payaso o un improvisador como esos artistas que mencioné, había visto y me habían inspirado para continuar descubriendo este maravilloso y desconocido mundo para mí. Uno de esos grupos era La Gata Impro, un referente de la improvisación teatral y el clown en Colombia, en Latinoamérica y Europa. En el 2008 y luego de tomar un par de talleres con Beto Urrea y Felipe Ortiz, empecé a ser parte de La Gata Impro, que hacía mi sueño realidad de estar junto a los grandes, los que más me enseñaban, más apreciaba y más me hacían reír. Empecé a conocer el mundo de la impro a profundidad y a presentarme con estos dos talentosos improvisadores en el Teatro R101 de Bogotá, junto a mi hermano de la impro desde mis inicios, Daniel Orrantia. En este periodo aprendí buena parte de lo que soy como improvisador gracias a este experimentado grupo que se caracterizaba por su amplia trayectoria, su calidad artística y humana, el humor sincero y fino, la fisicalidad, lo honestidad en el escenario, la construcción colectiva de historias y la exploración de nuevas formas de hacer impro. Gocé y aprendí al máximo en los espectáculos, en los ensayos y en los Festivales que me presenté con estos “monstruos de la improvisación” que se convirtieron en mis amigos más cercanos. Durante este proceso en La Gata Impro (2008 – 2010)  y posteriormente en PICNIC (2011 – 2017) estos amigos – maestros me han acompañado a transitar el camino, me han mostrado mis debilidades y virtudes, me han apoyado siempre y me dieron la maravillosa oportunidad de jugar, conocer y aprender de los grandes bodhisattvas (en el Budismo es una persona que aspira a la Budeidad , a la iluminación, a la Divinidad, mientras busca iluminar a todos los demás seres en el camino) y maestros de la impro mundial como Shawn Kinley, Patty Stiles o Marko Mayerl… y muchos otros profesores, amigos y compañeros de la improvisación teatral que llevo en mi corazón. PICNIC y el Festival Internacional de Improvisación MONKEY FEST ha sido el espacio para encontrarme, aprender y crecer como improvisador y estaré eternamente agradecido con este maravilloso grupo de personas y todos los invitados que han venido y compartido sus experiencias en el MONKEY FEST. [Para mayor información de Picnic Impro y del MONKEY FEST que se desarrolla a finales de septiembre en Bogotá: http://www.picnic-impro.com]

En este mismo periodo de amistad, aprendizaje y camaradería, de momentos maravillosos e inolvidables, miles de personajes e historias fascinantes dentro y fuera del escenario no todo ha sido diversión; también he sufrido y vivido momentos duros. Muchos de estos difíciles momentos eran (y son) causados porque no cumplía mis propias expectativas, me criticaba fuertemente y dudaba de mis capacidades artísticas. Mis excesivos deseos de “ser bueno”, ser como otros, tener reconocimiento o ganarme la vida como un improvisador profesional – que no era – hicieron que, en algunos momentos, no disfrutara de la impro (que despropósito!). Sentía que, aunque había recorrido un buen camino, tenía mas experiencia y había crecido como improvisador y clown, aún estaba lejos de ser como mis ídolos y me frustraba el hecho de no ser un “tan bueno” como ellos.

Poco tiempo después conocí a mi futura esposa en una fiesta en la casa de Daniel. De alguna manera la impro me llevó a Paula. Y Paula me llevo al maestro zen Thich Nhat Hanh (Thay) y el monasterio de Plum Village, una comunidad de monjes, monjas y laicos en el suroeste de Francia que practican mindfulness (la práctica de la atención plena) desde una tradición del budismo zen hermosa, particular, flexible al mundo actual, no doctrinaria ni religiosa, con una mirada abierta y alegre de la espiritualidad. Este maestro zen y sus enseñanzas de mindfulness me cautivaron e influyeron determinantemente mi manera de ver la Vida y, por supuesto, mi relación con la impro y el clown. [Para mayor información sobre Plum Village: https://plumvillage.org]

Cuando visité por primera vez Plum Village en 2011 para conocer a este monje vietnamita del que tanto me había hablado Paula quedé sorprendido por la estrecha relación que hay entre sus enseñanzas y las que había recibido de mis maestros de impro y clown. Luego de varias semanas en el Monasterio durante el retiro de verano de ese año, en medio de meditaciones, prácticas, charlas, silencio, cantos, juegos y voluntariado con los adolescentes, descubrí que la esencia del mindfulness era muy cercana a la esencia de la improvisación y el payaso: saber escuchar, respirar y mirar desde el corazón, encontrar y dejarse guiar por la sabiduría colectiva, disfrutar del momento presente, aceptar con amor lo que somos, ser diligentes (luchadores) y compasivos para transformar nuestros sufrimientos y poder reconocer las maravillas de la Vida, acá y ahora. La alegría, la calma, la humildad, la confianza en la sabiduría colectiva y la apertura de mente y corazón es una carácterística de la comunidad de Plum Village que empecé a entender como un elemento muy importante para mi trabajo como improvisador y como clown. Provenientes de tradiciones lejanas y aparentemente opuestas, mi paso por este mágico lugar me hizo comprender que la improvisación, el clown y el budismo zen se complementan, se refuerzan, se retan y se funden en mi vida como una danza armónica de sabiduría que ilumina mi camino sin formas definidas, ni guiones, leyes o verdades establecidas… ni mucho menos criterios de aplicación general para pretender guiar el camino de otra persona porque cada ser descubre, aprende y se ilumina de diferentes formas, según su propias particularidades y necesidades. Descubrí que mi camino de iluminación es a través del clown, la impro, el mindfulness y la familia.

Desde ese primer encuentro con Thay y Plum Village en 2011, entendí una lección fundamental que transformó mis deseos de ser como mis maestros: yo debía seguir mi camino como clown e improvisador, en mi propio esencia y con mi propia intención y no debía querer ser como mis ídolos, maestros o compañeros, aunque siempre pudiera seguir aprendiendo de ellos. Debía querer ser como soy y seguir la intención genuina de pararme y gozar en un escenario, realizar un trabajo social o ser padre de familia sin mayores pretensiones ni comparaciones, con el único propósito de ser lo que soy, compartir con otros y disfrutar la Vida. Las enseñanzas de mindfulness me permitieron ver con mayor claridad, flexibilidad, compasión y gozo mi propio camino como clown e improvisador, y me inspiraron a seguir recorriéndolo con el respeto que se merece este oficio. Ahora siempre que hago impro o clown, intento recordar lo que vi en esos monjes de caminar lento, mirada profunda y risa sincera, cuando se suben al escenario para actuar, bailar, cantar y hacerme reír con la naturalidad de un experto, la frescura de un niño y la sencillez de un monje (al igual que mis maestros de clown e impro): que la paz, la fuerza, la generosidad y la alegría del improvisador y el payaso vienen del interior, de su espíritu, en un camino propio por conocerse, aceptarse y transformarse bajo su propia luz divina… y humana. Con amor, con compasión, con trabajo.

Hoy en día, me cuestiono constantemente sobre mi intención más profunda de subirme a un escenario, hacer una meditación o ser parte de un proyecto social. Estoy aprendiendo que mi intención de hacer impro o clown no es el prestigio, la fama o el dinero – como lo pienso algunas veces – porque “mi” talento no me pertenece sólo a mí, sino a mis ancestros, a mis maestros, a mis compañeros y al grupo con quienes he transitado el camino; al igual que mis equivocaciones y mis falencias, por las que no debería sufrir o recriminarme tanto. Luego de más de 10 años de búsqueda, en este momento estoy aprendiendo cómo recibir los aplausos y las críticas de manera ecuánime y cómo asumir la impro y el clown como un arte espiritual para mejorar y no como un reto personal por demostrar algo a alguien. Me doy cuenta que esa competencia conmigo y con los otros por demostrar ser más, mejor o quien simplemente no soy es la causa de muchos de mis sufrimientos, pasados y presentes. Estoy aprendiendo esa enseñanza de Thay sobre el interser tan difícil de entender y de aplicar por nuestro elevado ego: el no tener complejo de inferioridad, de superioridad ni de igualdad porque yo soy el otro y el otro soy yo.

Con este descubrimiento en mi corazón, el permiso y la inspiración de los monjes, la ayuda de mi esposa y de dos adolescentes durante el Retiro de 2011 en Plum Village, me atreví a crear y presentar un espectáculo clown sobre los 5 entrenamientos de la plena consciencia – 5 Mindfulness Trainings – que denominé “MindFooLness” [Video corto de “MindFooLness”: http://www.youtube.com/watch?v=oX4tRYyzUrg ]. Para mi alegría y sorpresa, me sentí más payaso que nunca cuando presenté éste espectáculo en este monasterio para los niños, jóvenes y adultos que asistían al retiro en familia (en su mayoría europeos) y con los que podía comunicarme, compartir y reír sin emitir una palabra, desde la universalidad del humor, la transparencia de la mirada y la humanidad del payaso. Además realicé un taller de impro para jóvenes y presenté unos ejercicios de improvisación teatral con niños, actividades que iban en completa sintonía con el espíritu que se respira en esta Comunidad. Confirmé que el clown y la impro son parte fundamental de mi camino espiritual y descubrí que existen comunidades espirituales revolucionarios como la de Plum Village, abiertas a compartir las enseñanzas y los aportes de otras fuentes de sabiduría como las del clown y la impro. Estos monjes y monjas me enseñaron que, a veces, los verdaderos payasos e improvisadores se encuentran fuera del teatro y que los maestros espirituales son personas comunes y corrientes disfrazados de payasos e improvisadores, esos que aparecen a nuestro lado en una escena, en un bus o en cualquier lugar para recordarnos nuestra humanidad, para hacernos brillar los ojos y sonreír desde adentro, para iluminar nuestro propio camino con su sola presencia.

Quiero compartir con los lectores algunas de las caligrafías escritas por mi maestro espiritual Thay (algunas en las fotos) que reflejan la sabiduría del mindfulness y su relación directa con la impro y el payaso. Estas frases siempre me recuerdan volver a mi verdadero hogar, a mí mismo, me invitan a respirar y sonreír con calma, a poner atención a lo que sucede acá y ahora, y disfrutar de las maravillas del momento presente cuando estoy nervioso o asustado en una función, cuando me siento inseguro de quien soy, cuando quiero ser como otro porque no tengo su talento, cuando me siento mejor que los demás porque lo hice bien, cuando mis hijos me sacan de casillas o cuando hago cualquier actividad cotidiana como bañarme, comer, caminar, conducir o escribir. Respiren, sonrían y disfruten:

“I am here for you” (“Estoy acá para tí”)

“Welcome to the country of the present moment” (“Bienvenidos al país del momento presente”)

“To be, is to interbe” (“Ser es interser”)

“Be beautiful, be yourself”/ (“Se bello, se tú mismo)

“It´s now” / (Es ahora)

“Open mind, open heart” (“Mente abierta, corazón abierto”)

“You are, therefore I am”(“Tú eres, por lo tanto, yo soy”)

“Go as a river” (“Fluye como un río”)

“Present moment, wonderful moment” (“Momento presente, momento maravilloso)

“Together we are one”  (“Juntos, somos uno”)

“No mud, no lotus” (“Sin barro no hay loto”)

“This is it” (“Es esto”)

“Listen with compassion” (“Escucha con compasión”)

“Listen deeply” (“Escucha profundamente”)

“Every step sets you free” (“Cada paso te hace libre”)

“You have seen the path, do not fear any more” (“Has visto el camino, no temas más”)

“Interbeing” (“Interser”)

“Breath and smile”(“Respira y sonríe”)

“You already are what you want to become” (“Ya eres lo que quieres ser”)

“Let go” (“Déjalo pasar”)

Con estas profundas enseñanzas de humildad y sabiduría en mi corazón, continué explorando y desarrollando ese laboratorio personal por combinar la Cultura de Paz, el clown, la impro y, ahora, el mindfulness en procesos de construcción de paz y reconciliación. En 2013 me vinculé al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) para trabajar en un proyecto de participación de niños, niñas y adolescentes desarrollando talleres pedagógicos y presentando un nuevo espectáculo de clown e improvisación: “SuperFan de los niños, niñas y adolescentes” (Video corto de “SuperFan”: http://www.youtube.com/watch?v=9fUm64-psUo). Presenté este espectáculo en más de 50 escenarios de 24 ciudades capitales de Colombia y tuve la posibilidad de ser lo que nunca pensé que podría ser: un superhéroe de los niños (como el Chapulín Colorado!), flacuchento, con músculos mínimos y torpeza natural, sin poderes extraordinarios más que su gran capacidad de escucharlos atentamente, motivarlos a jugar e imaginar y llevar un mensaje de paz y reconciliación a sus vidas cotidianas. Con SuperFan pude ser yo más que nunca… fui super yo… super fui yo.

Con el paso del tiempo, los talleres de Cultura de Paz y reconciliación que continué haciendo con actividades de mindfulness, clown e impro y los espectáculos “Escuadrón de PayAseo” (HENYOKA Clown), “SuperFan” y algunos de PICNIC Impro se convirtieron en una alternativa metodológica para desarrollar los proyectos del PNUD en los que trabajaba. Había convencido parcialmente a una agencia de las Naciones Unidas de los alcances, la importancia y los aportes del mindfulness, el clown y la improvisación en procesos de participación y reconciliación en Colombia. Y me había convencido a mí mismo de la importancia de ser yo, un clown e improvisador con objetivos y capacidades más espirituales y sociales que teatrales (que espero seguir trabajando y mejorando).

Aunque he tenido la suerte de crear y presentar varios espectáculos en los últimos 10 años con PICNIC Impro (“Director’s Cut”, “Lugares”, “Theatersports”, “Gorilas”, “Maestro” y “Triciclo”) y HENYOKA Clown (“La Fuga”, “Escuadrón de PayAseo”, “MindFoolness”), asistir a Festivales nacionales e internacionales, ser parte de varios Proyectos sociales con entidades reconocidas, tomar cursos, conocer y hacerme amigos de algunos de los mejores clowns e improvisadores del mundo, aún no me pongo ese título de “payaso o improvisador profesional” porque sé que aún me falta camino por recorrer y porque cada día respeto más este oficio y a quienes lo hacen con maestría, desde el espíritu. Quiero seguir explorando, retándome y dando lo mejor de mí para trazar mi propio camino, contagiar al mundo con esa energía y ese espíritu que siento cuando veo a los grandes clowns e improvisadores en el escenario, capaces de transformar el ambiente y a las personas que los ven con la fe, la esperanza, el amor y la alegría del payaso, desde su propia humanidad. Sigo caminando, disfrutando cada paso.

La historia de amor con Paula continuó desde esa fiesta donde Daniel y ha venido escribiéndose día a día, a nuestra manera, en medio de las dificultades y las alegrías de la vida, con los aprendizajes de dos seres que esconden su divinidad en la imperfección y que quieren aprender a amarse y comprenderse cada día mejor. No voy a hablar mucho de nuestra bella y compleja historia de amor con Paula, sólo quiero decir que las historias de la vida real, como las de impro, se desarrollan mejor cuando se miran de frente las dificultades, se siguen los impulsos más profundos y se toman riesgos y decisiones que convierten los hechos cotidianos en sucesos extraordinarios (románticos), como mi encuentro con Paula. Un beso apasionado en esa fiesta marcó y definió mi vida, transformándola en lo que ahora es. Nueve años después, esta historia inacabada de amor o esa historia de amor incabado con Paula es un formato largo de impro que hoy vivimos junto a nuestros dos hijos, con todos las emociones, retos y alegrías de la vida real, en pareja y en familia.

En 2010 nació nuestra hija Paz y en 2013 nació Teo, sin lugar a dudas mis dos mejores co-producciones. Que tarea difícil la de ser padres en una sociedad y una sistema educativo que muchas veces prioriza el trabajo, el reconocimiento y el ganar dinero por encima de todo lo demás, olvidando o relegando a nuestros propios hijos, nuestro propia búsqueda de felicidad. En este bello y difícil reto de ser padre de estos dos hermosos, tiernos y retadores niños, recurro constantemente a todas estas enseñanzas para iluminar mi camino como padre y saberlos guiar, recordándome con los payasos que ellos tienen la maestría y la divinidad en su interior, que yo no debo intentar controlar sus vidas y que mi ejemplo puede ser su mejor inspiración. Siendo papá, parece que ahora lo se todo (para ellos) pero no quiero enseñarles nada porque mis aprendizajes, esos de los que acá escribo, son mi propia experiencia y no la de ellos. Ellos deberán recorrer su propio camino y vivir sus propias experiencias, dentro y fuera de la educación formal y los parámetros sociales que invitan nocivamente a ser exitoso siendo otro. Espero que Paz y Teo también acepten la invitación para explorar las enseñanzas de disfrutar del momento presente y ser uno mismo más allá del “éxito”. A partir de todos estas reflexiones, decidí dedicar buena parte de mi tiempo y energía al cuidado de mi hijos, estar presentes para ellos y para Paula y ser tan buen papá como el que la Vida me dio.

Luego de varios años de trabajo, impro, clown, meditación, oficina, prisa, horarios y competencia generalizada de Bogotá, hablamos con Paula sobre la posibilidad de hacer una pausa en nuestra vida en la gran ciudad y disfrutar del momento presente con nuestros hijos. Pensamos dejar nuestros trabajos y comodidades, comprar una van y emprender un viaje en familia con rumbo hacia el sur del continente, desde Colombia hasta la Patagonia. Nos imaginamos realizar un viaje por tierra, de improvisación familiar, al reino del momento presente y recorrer Suramérica para compartir, aprender y disfrutar de su cultura, su gente, sus paisajes y nuestra familia latinoamericana, desde lo que somos y sabemos. Llamamos a este proyecto “FamiloAmérica: Expedición A.L. interior” y nació un nuevo sueño.

A principios de 2017 conseguimos una van Volkswagen Westfalia de 1981 que llamamos “Dharma” (la enseñanza, el camino en el budismo), sacamos momentáneamente a los niños del colegio, empacamos la ropa que nos cupo y nos llenamos de valor para decirle “si” a esta propuesta de la Vida. Para el momento de escribir este artículo ya hicimos nuestro primer recorrido durante dos meses por Colombia (por el eje cafetero, Chocó y Antioquia) y ahora tenemos muchas historias que contar, bellas y difíciles. Hemos vivido momentos mágicos, de risa y alegría y otros de sufrimiento y llanto. Hemos conocido esos maestros espirituales, improvisadores de la vida y payasos disfrazados de “cualquiera”. Nos hemos sorprendido con la solidaridad de muchas personas y con algunas condiciones sociales de injusticia e inequidad. Hemos visto paisajes estupendos y animales asombrosos, incluido nuestro pastor alemán que nos acompaña para ser 5. Hemos creado otras historias y relaciones que difícilmente viviríamos en nuestro apartamento en Bogotá. Hemos vivido el momento presente sin tanta planeación ni miedos, abiertos a lo que la Vida nos regala día a día. Nos estamos transformando siendo más nosotros mismos.

“FamiloAmérica” es una apuesta de vida que está lejos de esa imagen idílica de una familia feliz por las carreteras de Suramérica porque nuestros hijos, nosotros como pareja y la Vida misma, nos retan a diario para poner en práctica toda esa teoría tan linda de la que he hablado. A veces, seguimos sufriendo, peleando, discutiendo y fracasando, pero ahora sabemos que esto también hace parte del aprendizaje y del camino que debemos recorrer con valentía y humildad. Este viaje es una aventura de improvisación familiar, una hermosa payasada, que pone toda su confianza en la Vida, en el amor y en la gente que nos encontramos en el camino. Es una aventura que no requiere de mucha planeación, más bien de la apertura de corazón y mente, de una escucha profunda para saber cuál es el próximo destino y del espíritu para gozar y aprender de todo lo que nos pueda suceder. Es una oportunidad y un reto familiar para aplicar en mi vida familiar y profesional las enseñanzas del clown, la impro y el mindfulness de las que he hablado.

Ahora vamos en nuestro “Dharma” por Suramérica hacia el sur, tranquilos y serenos, sabiendo escuchar de qué se trata la historia de este viaje y decidiendo con entusiasmo y sabiduría, en el momento preciso, cual será nuestro siguiente destino. Vamos lento, sin mayores pretensiones, ni metas grandes por alcanzar, porque no queremos demostrarle nada a nadie ni llegar a ningún lado queriendo ser héroes o ejemplos de nadie, sólo disfrutar con cada paso y respiración que hacemos. Nos gustaría llegar a la Patagonia, conocer algo más de nuestra historia y cultura latinoamericana y compartir lo que he plasmado en este escrito con la mayor cantidad de personas, clowns e improvisadores de Suramérica. Pero esto es una aspiración personal, una invitación abierta y no una meta a cumplir a toda costa. (Si alguien que este leyendo este escrito nos quiere ayudar a cumplir este sueño y  sabe de alguien interesado en intercambiar experiencias y conocimientos con nosotros, les agradecemos que nos pongan en contacto o nos hagan llegar la información a [email protected] o en un comentario a este blog).

Gracias a la impro, el clown, el mindfulness y a todos mis maestros que recuerdo y honro con este escrito, he tenido fuerza para aceptar la propuesta y tomar la decisión de hacer este viaje en familia, para explorar y no tenerle miedo al “fracaso”, para intentar vivir algo diferente al lugar seguro, para disfrutar al máximo de Paula, Paz y Teo y con todo lo que nos pueda suceder en el viaje, para aceptar mis limitaciones y reconocer mis virtudes como payaso, improvisador, papá, esposo y ser humano, para compartir desde lo que soy y aprender de otras visiones y experiencias… para vivir el momento presente a plenitud.

Bienvenidos todas las personas, improvisadores, payasos, grupos o comunidades de Latinoamérica que resuenan con este espíritu a ser parte de nuestro sueño, de “FamiloAmérica”. Bienvenidos al Reino del Momento Presente.

 

 

 

 

¿To be or not Turrón?

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En mi casa nunca tuvimos perro. Ni gatos, ni tortugas, ni conejos, ni pajaritos, ni loros, ni ningún otro animal como mascota. Por lo tanto, yo no crecí siendo una persona cercana, amigable o conocedora de perros. Era de los que apenas les tocan la espalda con timidez para saludarlos. Cuando conocí el amor humano con Paula en 2008 empecé a recorrer un proceso de amor canino con Turrón, en una larga historia que inicio desde la otra orilla y que ahora quiero compartir en esta crónica de FamiloAmérica.

Turrón es un pastor alemán, pura raza, que siempre que llegaba a visitar a Paula, a la casa de Eliana – su mamá – me recibía con poderosos e intimidantes ladridos una cuadra antes de tocar el timbre. Al abrir la puerta se me acercaba y no paraba de ladrar mientras yo me quedaba absolutamente quieto, con mi cuerpo inmóvil y mi mente intranquila que decía: “maldito perro”. En casa de Paula sólo se atinaban a decir desde la distancia: “Tranquilo Turrón, ya no más”, mientras a mí se me rompían los oídos y los nervios. Creo que comparto esta experiencia con todos los amigos, familiares, visitantes o mensajeros hombres, que visitan la casa Feged y han tenido que pasar por lo mismo. Finalmente, el perro “me dejaba pasar” y yo podía ir a donde mi novia para darle el beso que tanto quería  y que me ayudaba a pasar el mal momento.

En ese momento, no entendía nada de perros. Pero a Turrón, no sólo no lo entendía sino que me daba miedo y fastidio. La sonrisa y la alegría que tenía de visitar a Paula, desaparecía unos metros antes de verla, cuando Turrón me recordaba de su presencia. Empecé a llamarlo “Ton-Turrón” y mi pelea estaba cazada con este “perro del demonio”, teniendo yo todas las de perder. Además, para esa época, en casa de Eliana, también estaba Elías, otro pastor alemán mucho más viejo y educado que Turrón, hacia quien yo sentía indiferencia absoluta. Por lo menos, me alegraba que no fueran dos Turrones.

Durante nuestro periodo de novios con Paula – que se fundió con la de ser padres y esposos luego y espero que nunca termine – ella tenía un carro Sprint modelo 89, blanco, pequeño, en el que íbamos a pasear los fines de semana fuera de Bogotá para escapar de la gran ciudad y, luego de algunos meses, me lo prestaba para ir a jugar futbol al colegio San Carlos. Siempre que el plan se prestaba para llevar a los perros, Paula los subía al carro (ocupando toda la mitad trasera) y nuestro paseo de novios se convertía en una salida de cuatro. En este momento, se viene a mi cabeza, una inolvidable “noche romántica” en Villa de Leyva junto – muy junto – a Turrón y Elías en el Sprint blanco porque no encontramos ningún hotel, hostal o lugar habitable donde se pemitiera la entrada a los perros.

Con el paso del tiempo, Turrón ya no me intimidaba y se hizo habitual la salida de novios de a cuatro.  Mi única habilidad con los perros era lanzarles un palo lo más lejos posible, para que Turrón o Elias salieran a correr por las colinas, los bosques y los prados de la sabana de Bogotá, el Neusa o Guatavita y lo trajeran de vuelta con una mirada de satisfacción y camaradería que nunca antes había sentido y que me decía “otra vez”. Aunque nunca entregaran el palo de vuelta y tuviera que aprender técnicas para quitarles el palo de sus fauces, algo impensable meses atrás, yo empezaba a disfrutar de la presencia de los perros. Mi exiguo conocimiento de perros fue creciendo junto al sentimiento de camaradería y amistad que empezaba a sentir por esos animales, aunque aún no dejara de sentir el fastidio que sentía cuando me saludaban a punta de furibundos ladridos.

A los pocos meses, una mañana cualquiera, Elías amaneció muerto y compartí con los Feged Rivadeneira algo que no había vivido antes: su profundo sentimiento de tristeza, nostalgia y gratitud hacia un perro que los había acompañado 12 años en sus vidas y que en ese momento llevaban juntos, tieso, a algún lugar de la montaña para enterrarlo y darle su último adiós. Parecía que Turrón se quedaba sólo, sin su amigo y compinche canino. Pero no fue así. Todo lo contario. Con el nacimiento de Paz y luego de Teo, Turrón encontró “un parche” que le encantaba sacarlo a pasear, jugarle, lanzarle el palo y consentirlo. Para nuestros hijos siempre ha habido un perro en casa, un pastor alemán tierno y protector, que los ha cuidado con el cariño y la suavidad que yo no había visto. Gracias a Turrón, hemos sabido lo maravilloso que es tener un perro en casa y de viajar por el mundo con un ejemplar como el nuestro.

Cada vez que yo salía al parque, iba a jugar futbol los domingos o alistábamos el carro para salir de Bogotá, Turrón era un invitado especial que siempre tenía espacio en nuestro baúl. Durante los trayectos al colegio San Carlos, yo le hablaba del partido, del trancón o de la vida, le compartía mis sentimientos más profundos o lo regañaba cuando ladraba porque alguien se acercaba al carro. El siempre me escucha y nunca me interrumpe, cualidad de pocos seres que aprecio y agradezco infinitamente. Con el paso del tiempo, yo también aprendí a escucharlo y a comprender mejor sus furiosos ladridos, su mirada y su batido de cola. Turrón se convirtió en mi amigo, en el perro que quiero ahora y nunca quise tener antes, al punto de fundirse con mi sombra siempre que estamos juntos. Es una compañía querida y agradable que guarda muchos secretos, recuerdos y momentos compartidos en un perro malcriado que ahora es mi gran amigo.

En el momento que decidimos realizar el viaje a FamiloAmérica con Paula, teníamos muchas dudas e incertidumbres pero ninguna más grande que la siguiente: “¿Vamos a llevarnos a Turrón” (o en una frase más poética: “¿To be or not Turrón?”). La respuesta de Paz y Teo era clara, firme y contundente: “Si; por favor, por favor, por favor, llevémoslo”. La respuesta del resto del mundo, a excepción de un par de amigos, fue igual de clara: “Pués claro que no se lo van a llevar, ¿están locos?”.  Y como en otra reciente ocasión de la vida política nacional, hasta se creo un poderoso grupo de opinión en las redes sociales por el “no”.  Nuestra respuesta no era clara y teníamos muchas dudas porque habían tantas razones lógicas para no llevar al perro a nuestra aventura familiar como emocionales para llevarlo. Luego de pensarlo y hablarlo varias veces con Paula, decidimos llevarlo, generar polémica, probar cómo nos iba en estas primeras semanas en Colombia (antes del matrimonio de Tati, la hermana de Paula, que se casaría a principios de junio en Bogotá) y vivir la experiencia completa para luego sacar nuestras propias conclusiones.

Después de los dos meses de gira por Colombia (eje cafetero, Chocó y Antioquia) y en vísperas a nuestra salida al sur sur, hoy 27 de junio, aún tengo sentimientos encontrados ante la misma pregunta. En nuestra experiencia juntos, los cinco, por Colombia, pude presenciar como Turrón se convertía nuevamente en un pastor alemán de verdad para atravesar trochas y ríos y vi como se paseó felizmente por las plazas de los pueblos que visitamos sin correa, sin pelear con ningún otro perro, recibiendo tranquilamente las caricias de los niños y los elogios de los grandes que decían “este sí es un verdadero pastor alemán”. Yo recibo en silencio, con orgullo y alegría los elogios a Turrón como si fuera mi perro. Todos los cuatro contestamos cuando nos preguntan: “Si, este es nuestro perro”.

Turrón ha vivido diferentes experiencias con nosotros. Algunas divertidas y emocionantes como viajar en lancha, en Tuc-Tuc (moto-carro) y hasta en avioneta. Otras aburridas como esperar encerrado mientras visitamos algún sitio de interés que no permite la entrada de perros. Otras extremas, como ser vegetariano en una familia como la nuestra. Siempre dormí tranquilo en nuestro “Dharma” gracias a Turrón. Algunas noches, Turrón cuidó de los niños mientras ellos dormían apaciblemente en “Dharma” y nosotros aprovechábamos para tomarnos algo en cualquier restaurante y cumplir esa salida romántica, solitos los dos, que nos debíamos de tiempo atrás y que durante FamiloAmérica agradecemos el doble. Y por último, como película de cine, tuvimos la alegría y la gran oportunidad de ver cómo Turrón, a sus 10 años y en el último tramo de su vida, conoció el mar.

También hemos vivido momentos de tristeza y de peligro. En la Reserva Natural de Río Claro (Antioquia), Turrón se metió al hermoso río de color verde turquesa para refrescarse del intenso calor de esta región. Al otro lado del río había una cascada de agua a la que se podía llegar cogido de una cuerda que evita que las personas sean arrastradas por la corriente. En nuestro espíritu aventurero decidimos pasar hasta el otro lado y afrontar un nuevo reto familiar. (Para tranquilidad de los lectores, había un socorrista que nos autorizó pasar con los niños y siempre estuvo a nuestro lado). Paz se agarró de la cuerda y con seguridad, junto a Paula – esa mamá que siempre apoya y anima a sus hijos a afrontar y superar los retos de la vida -, pasaron lentamente hasta llegar a la cascada como unas hermosas guerreras. Se sentaron en una roca, junto a la cascada, para esperar a los hombres de la familia. Teo se tomó de la cuerda con sus dos manos, entre el socorrista y su papá, y empezó a cruzar lentamente y seguro hacia el otro lado. La corriente era fuerte y mi tensión grande pero Teo lo hacía muy bien y se trasladaba con lentitud y seguridad hacia el otro lado.

Cuando íbamos por la mitad del camino y yo tenía puesta toda mi atención en Teo, Turrón entendió que él también era un hombre de la familia y decidió lanzarse al agua para cruzar con nosotros. Yo no sabía qué hacer porque no quería dejar solo a Teo pero tampoco quería que Turrón fuera arrastrado por la corriente. Del otro lado, Paula y Paz gritaban angustiadas para que estuviéramos atentos de Turrón y a Turrón para que se regresara. Teo continuó concentrado en su tarea y Turrón se acercaba rápidamente a nosotros. De repente, vi que Turrón se alejaba y era arrastrado por la corriente, río abajo. Por un momento, pensé en soltarme de la cuerda e ir ayudar a Turrón pero no quise dejar a Teo solo, aunque estuviera junto al socorrista que se mantenía tranquilo. Turrón se alejaba cada vez más y yo trataba de mantener la calma para que los niños no se alarmaran. Cuando giré mi cabeza, vi que Paz estaba llorando y lanzó un grito hollywoodense: “Noooooo. Turron”. Yo no podía hacer nada e imaginé lo peor: Turrón había sido llevado por la corriente y no lo volveríamos a ver nunca más. Tragedia.

Teo logró pasar al otro lado en un gesto heróico que perdió trascendencia ante la dramática situación. Yo estaba intranquilo, aún en la corriente, mirando hacia atrás continuamente para saber qué pasaría con Turrón. Me alivió y alegró el hecho de ver llegar a Teo, al mismo tiempo que me entristeció profundamente ver la cara de dolor de Paz por nuestro perro. Turrón nadaba contra la corriente que lo arrastró muchos metros más abajo. Con contundencia y tranquilidad, Turrón encontró un lugar donde la corriente era menos fuerte y logró atravesar el río de regreso, mientras nosotros cuatro le “hacíamos barra” desde la otra orilla. Frente a nuestros ojos de alegría vimos como Turrón con su nadadito de perro llego sano y salvo a la playa del frente. Nosotros celebramos en familia y Teo paso a un segundo plano porque el héroe de esta jornada era Turrón. Paz se secó las lágrimas de sus ojos y se apareció en su rostro una sonrisa gigante. Teo no paraba de gritar “Turrón” y todos celebramos el tener a Turrón a nuestro lado (al otro lado). Por un momento pensé que Turrón haría el “gran viaje sin retorno” y gracias a este momento me di cuenta de lo mucho que quiero a “Tonturrón”.

Evidentemente Turrón es un perro cada vez más viejo (10 años) que está disfrutando del viaje como un “verdadero pastor alemán faldero”. Siempre que hablamos con Paula de Turrón nos decimos que nos gustaría saber qué siente, piensa y quiere sobre FamiloAmérica, nosotros y la vida. A mi me gusta pensar que Turrón ha disfrutando como nunca este viaje, las aventuras vivida, las maravillas del paisaje natural colombiano y el cariño que le hemos dado en nuestra familia. Pienso que Turrón está viejo para este viaje y que se hubiera disfrutado FamiloAmérica mucho más hace cinco años. Se que el viaje con Turrón es más pesado y difícil, y sin él se disminuye nuestra carga. Quiero que siga compartiendo con nosotros pero no estoy seguro si yo tenga las fuerzas y la determinación para llevarlo. Pienso y siento muchas cosas encontradas, diversas, opuestas. Me gustaría saber que siente él para tomar una mejor decisión frente a la pregunta que nuevamente ronda nuestro pronta y final partida hacia el sur del continente: “¿To be or no Turrón?”.

De lo único que estoy seguro sobre Turrón es que fue un gran acierto haberlo traído a FamiloAmérica o, por lo menos, a este primera etapa en Colombia. Se que por esta aventurada decisión de incluir a Turrón en nuestro viaje familiar, él tendrá muchas cosas más que contarle a Elías cuando se reencuentre con su viejo amigo. Y siento que tengo mucho por agradecerle a este “maldito perro” por convertirse en mi fiel amigo, por haberme ayudado a transformar mis sentimientos y entender eso de “todo es impermanente”, por enseñarme a querer a los perros y por permitirme sentir que tuve un perro en algún punto de mi vida. Mirando hacia el pasado o hacia el futuro, sin las respuesta clara ante la gran pregunta, veo a Turrón a sus ojos tiernos y furiosos y aprovecho este escrito para honrarle un pequeño tributo y decirle: “Buen viento, buen río y buena mar, querido amigo”.

 

DE CHOCÓ P’AL RESTO DEL MUNDO

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Y llegamos al Chocó en nuestra “Dharma”, a ese departamento lleno de riqueza, contrariedades y diversidad, a esa región algo olvidada y temida de Colombia que se nos atravesó en el camino para confirmarnos que el aprendizaje es más rico cuando se enfrentan los miedos y se sale del lugar seguro. Llegamos al Chocó en “ese carro viejo”, gracias a una simple pregunta-sugerencia de Paula que dio rienda suelta a nuestros impulsos viscerales por conocer otros lugares, culturas y personas diferentes a las ya conocidas o fáciles de conocer: “¿Y si nos vamos al Chocó?” me dijo luego de ver curiosamente el mapa. Ante semejante invitación, hice una rápida llamada a Harold (un amigo del PNUD y una bellísima persona que vive en Quibdó) para averiguar por la carretera y la situación de seguridad y orden público en una de las regiones más azotadas por la guerra, la inequidad y la violencia en Colombia. Su respuesta me dio confianza para emprender una “locura dentro de la locura”, para acercarnos a nuestro país y su gente y llegar a tener la fortuna de ir a un paraíso que pocos se atreven a conocer.

El Chocó es selvático, caluroso y húmedo. No cuenta con los estándares de higiene y comodidad de “la otra” Colombia, impuestos del Occidente moderno y homogeneizaste. Para muchos de quienes somos del interior y la ciudad, parece un país, otro país (más) subdesarrollado. Al salir de Manizales emprendimos el viaje hacia el Chocó, por la carretera Medellín – Quibdó que, como dijo Harold acertadamente, “es una carretera con largos tramos destapados, puede presentar derrumbes y puede que los carros queden atascados en el barro… pero hágale que llegan”. Con nuestro “Dharma” a prueba, el espíritu del aventurero y la fragilidad del citadinos en estos terrenos desconocidos, emprendimos la travesía hacia la mágica y sorprendente Chocó. Recorrimos la carretera que bordea el majestuoso y caudaloso río Cauca hasta llegar al último pueblo antioqueño, Ciudad Bolívar, que marca estrepitosamente las diferencias entre estos dos departamentos vecinos, tan cercanos como distantes, y que reflejan claramente la diversidad de nuestro país: el sufrido Chocó y la próspera Antioquia.

Como de costumbre, subimos con expectativa, lentitud y algo de nervios la carretera pavimentada hasta el alto que nos indicó con un letrero la llegada al “Departamento de Chocó”. Nos alegramos y celebramos anticipadamente nuestra triunfo, sin saber que apenas estaba comenzando una nueva y larga aventura. La vegetación, el clima y el paisaje se  hacían cada vez más selváticos y los pueblos cada vez más caseríos y lejanos. Llegamos a la Reserva indígena de los Embera y recogimos a dos niños del resguardo, de 12 y 13 años, que caminaban por la carretera hasta el otro pueblo y que nos hicieron una señal para llevarlos. Conversamos poco con ellos por su timidez y su limitado manejo del castellano, pero intercambiamos pequeñas sonrisas sinceras que me recordaron lo especial de recoger gente desconocida en el camino y hacerlo con absoluta confianza y desinterés, sentimientos en vía de extinción en nuestras ciudades.

Después de algunos minutos de recorrido, vimos en la carretera a otro grupo de indígenas, una familia de 6, en su mayoría mujeres, que caminaban con sus canastos de plátanos colgados de la cabeza hasta el “7” (los caseríos de esta región tienen el nombre de “7”, “18” y “20”). Todos ayudaban en la labor familiar, hasta el niño menor de 3 años que cargaba su propio canasto y que era un ejemplo de verraquera y templanza para nuestros hijos. Pronto supimos que eran familia con los dos niños que estaban en nuestro carro. Al ver que eran muchas personas para llevar en nuestro “Dharma” decidimos parar, bajar la ventana y ofrecerles nuestra ayuda llevando los canastos de plátanos hasta el “7”, donde los dejaríamos con los dos niños. No se si no nos entendieron, si usaron su “malicia indígena” o sencillamente “nos pasaron por la galleta” porque, cuando abrimos la puerta para subir sus canastos, rápidamente la abuela, sus 2 hijas y toda su prole estaban montados en “Dharma”. No importaba que el espacio fuera reducido para la docena de seres, ni que hubiera un pastor alemán que a muchos desconocidos intimida con su sola presencia y con sus fuertes ladridos; está vez, la fiera se limitó a quedarse en silencio, arrinconarse y observar la avalancha indígena sobre su caninidad (tal vez él si sabía de las barreras del idioma). Todos se subieron sorpresivamente, como si fuera una escena típica del Transmilenio en Bogotá, y cuando estuvieron subidos, yo volví a sentir la alegría de este primer encuentro con los indígenas del Choco. Ahora íbamos 12 personas y un perro remilgado en “Dharma” (record nacional de FamiloAmerica), muy felices de este sencillo, silencioso y alegre espacio de intercambio humano. Cuando llegamos al “7” nos enseñaron sus artesanías, compramos un bonito collar para Paz y nos “permitieron” cargar sus pesados canastos de plátanos en el último intercambio de risas y humanidad de este episodio. Continuamos nuestro camino recargados de la felicidad de este encuentro sorpresivo y directo con los indígenas, una palabra apenas conocida por Paz y Teo que en ese momento se personificó y quedará como un recuerdo inolvidable.

La carretera presentaba cada vez más tramos destapados y la lluvia empezó a caer fuertemente con un sonido fortísimo que nos decía muy a su manera “bienvenidos al Chocó”. Avanzamos lentamente bajo la lluvia mientras las camionetas 4×4 nos pasaban, aparecían los derrumbes a lado y lado de la carretera y mientras leíamos las señales de tránsito recurrente en estas latitudes pero  que nunca aparecerá en los diarios: “pérdida de banca”. Presenciaba nueva y simultáneamente la mezcla de sentimientos: por un lado, el agradecimiento y la satisfacción por estar recorriendo la selva chocoana y, por otro,  la incertidumbre y el miedo por un posible derrumbe o varada en medio de la nada (de señal, de celular, de internet, de comunicación). En medio de este panorama, Chocó nos regaló su segunda sorpresa: en la carretera, entre los charcos, vimos una culebra negra con lineas rojas, de metro y medio de longitud aproximadamente, que cruzó rápidamente de un lado al otro de la vía. “¿Viste?”. “Si”. Nos preguntamos y nos respondimos simultáneamente con Paula. A nosotros nos emocionó bastante ver fugazmente un ejemplar vivo y libre de la naturaleza y de la biodiversidad de esta región. Quizás la sorpresa fue mutua y la serpiente llegó a su casa a contar, igual de emocionada y sorprendida a nosotros, que vio pasar lentamente, en una camioneta Volkswagen de 1981, a una familia de blancos por la selva tropical, algo inusual en estas región “tan peligrosa y subdesarrollada para esa especie”.

No se cuanto nos demoramos en llegar a Quibdó, tal vez 7 horas, el tiempo estimado de nuestro Dharma que, por lo general, suele ser el doble de lo que nos dicen o de lo que demora un “carro normal”. Pasamos los caseríos indígenas del “7”, el “18” y el “20” hasta llegar a Tutunendo, poblado de mayoría afrodescendiente o afrocolombiana que yo prefiero llamar con cariño, orgullo y respeto “negros”. Las humildes casas de madera, el barro, la lluvia y los niños jugando descalzos en las calles son una foto típica de estos poblados que guardo en mi memoria y que espero se sigan repitiendo en nuestro viaje. Sin darnos cuenta, llegamos a Quibdó pues las diferencias entre un pueblo o una vereda chocoana – en este trayecto – y la capital del departamento se da principalmente por el tamaño. Llegamos algo cansados y muy felices de estar en el Chocó y de enfrentar los miedos y prejuicios que impiden a la mayoría de colombianos conocer este paraíso.

En Quibdó tuvimos la fortuna de conocer, jugar y compartir con Harold y su bella familia: Herlen, Estefanía (15), Haritold (12), sus tíos y sus primos. Recorrimos el malecón, visitamos la hermosa Catedral, y paseamos en lancha por el imponente río Atrato en compañía de Luis Elvin, otro viejo amigo del PNUD que se comportó como el mejor de los anfitriones. Además de guiarnos y acompañarnos, tuvo el amable gesto de montar a Paz y a Teo en su moto para darles una vuelta y disfrutar “la mejor experiencia que he vivido acá”, según las palabras de mi hija de 6 años.

La venida al Chocó respondía a un deseo personal de llevar a mi familia a las exóticas playas de Bahía Solano, que tuve la oportunidad de conocer con anterioridad gracias a mi trabajo en PNUD – Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo – en la compañía de mi clownpadre Jaime Fajardo (a quien recuerdo con gratitud y le envío un saludo a través de este escrito). La mayoría de los colombianos conocemos las hermosas playas del caribe, pero estas playas son otra cosa. Cuando viajé con Jaime al corregimiento de El Valle tuve la experiencia de sentir la tranquilidad del viento, la frescura de la bahía, el espíritu de la selva a espaldas del mar, las olas impetuosas, los atardeceres mágicos y la inmensidad y virginidad de las playas grises sin hoteles lujosos ni vendedores acosadores. En ese momento pensé que me gustaría traer a mi familia a este lugar, a pesar de las dificultades de llegar y de todo lo que se dice del Chocó. Para mi fortuna, no sólo encontré estas playas sino una mujer divina, guerrera y exploradora, una amiga de viaje, inspiradora y amorosa que siempre me ayuda a cumplir mis sueños (o intentarlo, por lo menos) y que me regalo dos hijos hermosos y una familia aventurera .

Por lo tanto, al día siguiente de nuestro recorrido turístico por Quibdó, fuimos al aeropuerto a averiguar tiquetes aéreos a Bahía Solanos para cuatro personas y un perro. Por ninguna razón queríamos dejar al “abuelo” Turrón en Quibdó y que se perdiera de la maravillosa oportunidad de conocer el mar en el ocaso de su vida canina. No lo habíamos traído hasta acá para dejarlo en una veterinaria, a pesar que esa parecía ser la opción más fácil para poder viajar al pacífico colombiano. Nos dijeron en las aerolíneas comerciales que deberíamos tener las vacunas del perro, un guacal grande y esperar la disponibilidad de cupos en los días de vuelo. No teníamos las vacunas de Turrón ni el guacal. Por sugerencia de Harold, a la mañana siguiente del lunes 1 de junio, nos fuimos al aeropuerto a buscar un vuelo charter donde montaran a nuestro querido perro. Paula consiguió alquilar un guacal grande (tarea más difícil de lo imaginado) y se fue con los niños y Turrón a vacunarlo, mientras yo buscaba el vuelo milagroso a Bahía Solano. Hablé con un señor que me dijo que sólo había un avión que saldría en hora y media. Llamé a Paula para empezar la nueva aventura, con la adrenalina y la acción que nos gusta vivir en FamiloAmerica y empacamos las maletas a toda velocidad. Por suerte, hemos aprendido a no llevar mucha ropa y la casa de Harold queda a 5 minutos del aeropuerto en “Rapi” (moto). Paz no desaprovecho la oportunidad de volver a montar en moto y se montó tan rápido como un indígena en una van y pudo viajar una vez mas con su pelo al aire, feliz, por las carreteras destapadas de Quibdó para acompañarme a recoger los documentos de identidad de los niños que se nos habían olvidado (es una costumbre familiar).

En menos tiempo de lo que pensamos, estábamos sobrevolando la selva tropical del Chocó en una avioneta pequeña con el cupo justo para dos adultos, dos niños, un perro y una cantidad suficiente de cajas de aguardiente Antioqueño para emborrachar a toda Bahía Solano. Mi sueño de conocer las playas de Bahía Solano con mi familia se hacía realidad junto a la alegría de llevar a Turrón al mar. No se si para Turrón fuera importante este hecho, pero nosotros cuatro disfrutamos al máximo estas playas en la compañía de nuestro “verdadero pastor alemán”, como lo llaman recurrentemente los pobladores locales, y estoy cada vez mas convencidos que traerlo a este primer tramo de FamiloAmérica fue la mejor decisión.

En las playas de El Valle no pudimos meternos mar adentro porque, como decía Teo desilusionado luego de correr a toda velocidad y con entusiasmo a la playa a primera hora de la mañana: “otra vez hay bandera roja”. Eso sí, pudimos disfrutar la playa y la piscina que crea el mar cuando entra y sale, dejando por unos breves instantes un espejo de agua donde Teo se podía sentar a esperar, con la emoción y osadía heredada de Paula, la siguiente ola para ser revolcado. Él disfrutó al máximo esta actividad, entre sus carcajadas llenas de arena, mientras yo apretaba los dientes y lo protegía para que un palo, un tronco o una ola grande no lo fueran a golpear. En los 6 días que estuvimos en en Bahía Solano el plan fue visitar las hermosas playas de Huina donde el mar fue más amigable con los niños, ir a la paradisiaca Ensenada de Utría, caretear con los niños en mar abierto para ver los peces en vivo y en directo (yo ví una tortuga marina!) y disfrutar de la lluvia, el sol y el silencio de las playas de El Valle. Jamás voy a olvidar nuestra última tarde en El Valle: bajo el cielo nublado y la llovizna refrescante del trópico, absolutamente sólos en estas playas mágicas, nos encontramos nosotros cinco con la inmensidad del océano, el cielo y la selva, jugando felices y libres en la playa a las carreras, a “la lleva”, a la guerra de barro, a tirarle el palo a Turrón, dejándonos contagiar de la inmensa alegría de vivir Familoamerica y compartir este Chocó en familia.

Esa misma inmensidad del mar y el poder de la naturaleza siempre me ubica y me recuerda mi lugar en el cosmos: uno mismo con él, en mi infinita limitación y mi eterna indisolubilidad con Dios. Luego de un espectacular atardecer en El Valle junto a mi familia, cuando la noche se aproximaba y nos preparábamos para regresar a nuestra cabaña, vi a lo lejos, entre las gigantes olas de 2 metros de altura y la espuma que producían su estrepitosa caída, a un negro que se lanzaba y jugaba entre ellas. Yo, como la Paz y el Teo desafiantes en el mar, también quería jugar con esas olas y sentirme uno con el océano, como él negro lo hacía. Pero siempre guardo respeto por la fuerza de la naturaleza y tenía miedo de ser arrastrado por sus olas o chupado por sus corrientes. No me atrevería nunca a meterme solo a ese mar. Cuando el joven negro salió del mar y pasó a nuestro lado, yo le pregunté cómo era estar ahí, en medio de esas olas. Se llamaba Felix y como la mayoría de las personas que hemos conocido, me respondió amable y sonrientemente invitándome a vivir esa experiencia de primera mano. Yo lo pensé unos segundos, vi a mi familia y, como tenía muchas ganas y miedo, le respondí: “Vamos, de una”. Paula se quedo en la playa con los niños y yo me fui mar adentro a enfrentar las olas y mis miedos. Con la confianza y la seguridad de un maestro, Felix me dio seguridad para atravesar las olas, agacharme o dejarme llevar por ellas según como vinieran. Que experiencia! Después de hacerlo varias veces, con el miedo reducido y el respeto siempre presente, tuve una sensación de felicidad y dicha por estar en medio del mar con su fuerza y poderío… imponente, bello, ilimitado. Me sentí pequeño y vulnerable pero, al mismo tiempo, me sentí abrazado y protegido por la Madre Tierra (o mejor, la Madre Agua) para permitirme jugar con ella y ser uno con la Vida, con el Mundo, con el Chocó, con mis hijos, mis padres, mi esposa, mis hermanos, amigos y todos los seres que habitamos este planeta. Fue un efímero y eterno momento de unión con la Vida, con las maravillas de estar vivo. Seguí jugando como un niño pequeño y me sentí el campeón valiente de las olas del pacífico. En medio de la naturaleza, en el mar, en la tarde oscura, en esta mágica oportunidad de “arruncharme” y jugar bajo sus olas para fundirme en ellas, de sentirme tan grande y vivo como el océano y tan diminuto como sus gotas, me nació un deseo incontenible de expresar, desde los más profundo de mi ser, algo que en ese momento pude gritar: Gracias. Gracias Vida. Gracias Dios.

El Chocó nos llenó de inolvidables experiencias, satisfacciones y buenos recuerdos, sin creerme el campeón de surf por mi minúscula experiencia con las olas o considerarme un conocedor experto del Chocó por visitarlo 8 días. A pesar que es una región azotada por eso que llamamos pobreza, por el abandono, por las bandas criminales que están copando los territorios dejados por las FARC, por el narcotráfico y por la trampa que representa para los jóvenes el “dinero fácil”, según me lo explicó mi improvisado profesor de surf, el feliz Felix. A pesar se su clima húmedo, caluroso y selvático. A pesar de su desconexión con el interior y de nuestra ceguera  frente al paraíso chocoano, de sus carreteras destapadas y de su “atraso y subdesarrollo”. A pesar de todas sus dificultados y quizás gracias a ellas, Chocó, sus playas, ríos y su gente estarán de ahora en adelante en la historia de FamiloAmérica, en nuestra historia particular. Creo que esas dificultades y problemas, que tristemente se transforman en violencias al ser vistos desde la incomprensión y el miedo, son el reflejo de nuestras cabezas cuadradas, limitadas y homogenizantes del mundo ultraracional que le quiere poner etiquetas y explicaciones a todo para alimentar la individualidad, el ego y la separación. Pese a lo anterior y gracias a nuestra experiencia en el Chocó, pienso y siento que en nuestros corazones, en nuestro país y en nuestro Mundo, aún hay espacio para ver las culebras y los animales salvajes sin fobia ni miedo, para utilizar el agua con sus cascadas, ríos y mares de manera consciente, para disfrutar de las playas sin construir mega-hoteles y volverlas igual a otras, para nadar en el mar junto a las tortugas con respeto, para compartir un momento de silencio y sonrisas con los indígenas, para valorar y aprender del conocimiento tradicional de nuestros negros, para volver a jugar con una llanta y un palo, para correr bajo la lluvia con la familia, para disfrutar de las tormentas y las olas gigantes, para escuchar el silencio de la selva, para impregnarse del sabor y la alegría del chocoano, para vivir, disfrutar y respetar la diversidad en todas sus manifestaciones.

Un día de esos ocho que disfrutamos de este paraíso, Paz me miró y me dijo algo simple, profundo y cierto. “¿Sabes una cosa, papá?”. “No”, respondí. “Me doy cuenta que cuando hablo con los negritos ellos siempre están sonriendo”. Silencio. Paz siguió haciendo lo que estaba haciendo y yo me quede pensativo, iluminado, feliz. No se cómo lo hacen, ni podría generalizar esta afirmación a todos los “negritos”, pero es cierto que cuando sonríen lo hacen desde el corazón, su mirada se hace transparente y su sabor contagia todo alrededor. Me gustaría tener más a menudo esta sonrisa y esta mirada transparente y espontánea de los negros o la tímida y tierna de los indígenas. Me reconforta y me alegra mi espíritu cada vez que veo esas sonrisas y miradas sinceras de los indígenas, de los negros o de los blancos, de cualquier persona, la sonrisa de la Madre Naturaleza, de las olas, las serpientes, las tortugas, del sol, del mar, de la selva en sus múltiples manifestaciones, porque hay momentos sublimes como los que viví en el Chocó en los que puedo enfrentar mis miedos y puedo ver y sentir con mayor claridad  para darme cuenta que somos lo mismo – como dice mi maestro Thich Nhat Hanh – , que yo soy ellos y ellos soy yo … aunque parezcamos diferentes.

HAY TIEMPO PARA VER EL ARCO IRIS

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Plaza central de Filandia, Quindío.

Al momento de escribir este relato (3 de mayo), completamos un mes desde la despedida oficial en el parque “El Virrey” y tres semanas desde la verdadera salida de Bogotá, ese inolvidable jueves santo. En este periodo hemos tenido la bella oportunidad de viajar por la zona cafetera en Colombia, teniendo como sede la casa de Ema, la abuela materna de Paula, en Cartago. Estamos aprendiendo a viajar y a “cojerle el tirito” a la vida en familia, juntos 24/7 en nuestro carro – casa. Hemos visto lugares maravillosos, hemos conocido personas divinas, nos hemos sorprendido con Colombia. Hemos tenido dificultades y alegrías, vivido momentos duros y hermosos. Hemos reído y hemos llorado en diferentes momentos y hasta en los mismos. Y en medio de estos días de sol y de lluvia, estoy aprendiendo a ver el arco iris en todo momento, aunque las condiciones de sol, lluvia y la posición adecuada parecieran no estar presentes. Quiero compartir con ustedes en este relato, mi “expedición A.L. interior” haciendo un recuento por los lugares que visitamos del eje cafetero y, luego, realizar un recorrido interno por mis reflexiones y aprendizajes que he tenido en este primera etapa de FamiloAmerica como papá.

El eje cafetero es una región encantadora para cualquier visitante, nacional o extranjero, por sus pueblos pintorescos, sus paisajes apacibles, su ambiente tranquilo y su gente cariñosa. Tuvimos la fortuna de pasar por varios pueblos y ciudades de 5 departamentos unidos por la cultura cafetera: Cartago (norte de Valle), los alrededores de Pereira (Risaralda), Salento (Quindío), el Valle del Cocora (Quindío), Filandia (Quindío), Santa Rosa de Cabal (Risaralda), Manizales (Caldas) y Jardín (Antioquia).

En el Valle del Cocora, Quindío

Este recorrido inició en el Valle del Cocora, con sus majestuosas y altísimas palmeras de cera que alcanzan los 60 metros de longitud, las más altas del mundo. El plan principal para nosotros fue montar a caballo a Paz y a Teo y caminar con Paula casi 4 horas, ida y regreso, hasta la Reserva Natural de Acaime para ver los colibríes. Paz y Teo demostraron sus habilidades para el manejo de los caballos, resultado de las amorosas enseñanzas de la abuelita Patty y el paisita en la finca de Pacho. Los jinetes montaron a “Chavela” y “Simón” en un camino de herradura  en el que tuvimos que subir empinadas, atravesar ríos, bajar por la trocha y disfrutar del paisaje, el bosque y los pájaros típicos de esta región. Turrón, nuestro querido pastor alemán, dejo de ser un perro de ciudad y volvió a ser perro atravesando (sin zapatos!) todos los obstáculos de este maravilloso recorrido. Los burros de los papás (yo, por delante, y Paula) caminamos las cuatro horas con la compañía de nuestro querido guía José. Al subir, vimos los colibríes tan rápido como mueven sus alas, nos tomamos una aguapanela con queso y bajamos a toda velocidad para que no se pasara la hora del alquiler de caballos. En este caso, como en la mayoría de los viajes, lo mejor del día fue hacer el recorrido y vivir la aventura, y no solo llegar al destino.

Plaza central de Filandia, Quindío.

Del Valle del Cocorá nos fuimos con rumbo a Filandia, famoso pueblo del Quindío que muchas personas (con razón) nos habían recomendado visitar. Nos recibió un pueblo muy bonito con casas de fachadas hermosas, con sus paredes, puertas, balcones y marcos de las ventanas pintadas de colores vivos y variados. Y no sólo las casas cerca a la plaza central para que los turistas lo veamos bonitas. Todas las casas, calles y tiendas de Filandia están bien mantenidos, un reflejo claro del buen espíritu de su gente y un ejemplo del amor propio y de cuidado colectivo de esta región. A Filandia no le queda pequeño ese título que leímos en una pared que dice “el pueblo más bonito de Quindío”. Paz y Paula tomaron una clase artesanal para aprender a construir atrapasueños, mientras que yo y Teo caminamos el pueblo hasta llegar al mirador. Pero lo mejor de Filandia, fue la deliciosa tarde de juegos y deporte que pasamos en la plaza central con los niños y jóvenes de este pueblo. Por suerte y coincidencia, llegamos un miércoles, día que cierran las calles de la plaza central para que los niños se reúnan y jueguen futbol, volleyball, pingpong, ajedrez, rana y muchos otros juegos al frente de la iglesia principal. Mientras jugábamos felices en esta tarde soleada, empezó a lloviznar. Nadie dejo de jugar, nadie encontró la lluvia como una intrusa sino que todos la recibimos como una refrescante mojadita como cuando nos mojábamos jugando futbol siendo niños. En medio del sol que volvió a salir y la refrescante lluvia, entre las verdes montañas y el cielo, apareció el arco iris, intenso, colorido, vivo, impactante. Uno de los arco iris más lindos que haya visto en mi vida y que me recordó que la Vida es sol y lluvia… al mismo tiempo.

Teo en Panaca

De regreso hacia Cartago, entre Quimbaya y Alcalá (Quindío), pasamos por el parque temático Panaca, una granja ecológica agropecuaria para aprender sobre los animales de nuestro campo: perros, gatos, gallinas, vacas, toros, caballos, marranos, cabras y hasta gusanos de seda son algunos de los cientos de animales con los que Paz y Teo pudieron interactuar y aprender. Junto el bioparque (zoológico)de Ukumarí a las afueras Pereira que también visitamos, Panaca es una muestra de la capacidad colombiana por tener un lugar turístico autóctono, bien pensado y ejecutado, donde los animales y los visitantes son tratados respetuosamente y con las instalaciones adecuadas para enseñar la importancia de proteger y cuidar a nuestros hermanos animales (a pesar de estar en cautiverio).

Lluvia y tristeza en Panaca.

La emoción de la llegada al Panaca duró poco. Después de recorrer una hora el parque, empezó a llover muy fuerte y Panaca se parecía cada vez más al Arca de Noé. Nosotros tuvimos la misma fe y perseverancia de nuestro amigo Noé y decidimos mojarnos con alegría para seguir disfrutando de los espectáculos y el parque. El entusiasmo duró poco porque cancelaron los espectáculos y cada vez llovía más fuerte, aguando la fiesta que empezábamos a disfrutar. Con agua por todos lados y gotas en los ojos de Paz tuvimos que regresarnos a Cartago y aplazar nuestra visita a Panaca para otro día.

Con Ema, Callita y Mauricio en Cartago.

En Cartago, estuvimos con Ema (la abuela de Paula), Moris y Callita (sus tíos), disfrutando de la compañía, el cariño y el consentimiento de la familia que todos recibimos con agradecimiento. Como ellos, sentimos que muchos nos acompañan y nos apoyan desde la distancia en nuestros días de lluvia y sol por FamiloAmérica. En esta calurosa ciudad del norte del Valle, aprovechamos para instalar la manija de la puerta corrediza de “Dharma” y para ver el clásico del futbol mundial Real Madrid vs. Barcelona que finalmente ganó el equipo culé con dos golazos de Messi en uno de los mejores clásicos que haya visto. (Lo registro en este escrito porque fue un partido intenso, con buen futbol donde se podía definir la Liga, con gol de James y un final de película en el minuto 92… y porque puede ser la última y única alegría de esta temporada para los culés, hasta ahora muy blanca). Para despedirnos de Cartago y agradecer las atenciones recibidas, fuimos a comer una pizza en familia con los tíos y la bisabuela, recargando el tanque de buena energía y apoyo que tanto necesitamos.

Termales de Santa Rosa de Cabal, Risaralda.

De Cartago salimos hacia Manizales, sin saber que se nos cruzarían las deliciosas y relajantes termales de Santa Rosa de Cabal. Nos desviamos del camino planeado, como muchas veces hacemos en FamiloAmérica, atendiendo al llamado de la intuición y al consejo de otras personas. Esta vez, el llamado no falló y pudimos conocer y disfrutar de unas piscinas termales a cielo abierto, en medio de las montañas verdes y con una hermosa cascada de agua como trasfondo de otro lugar maravilloso y bien mantenido en Colombia. Estas termales ahora hacen parte de nuestra lista de lugares recomendados para los turistas extranjeros y nacionales. Si están cerca, desean relajarse, quieren disfrutar de los regalos de la naturaleza y nutrirse de las aguas calientes del fondo de la tierra… vayan a las termales de Santa Rosa de Cabal!

En la tienda de la esquina con don Hernando.

Luego del relajado baño y el descanso en las termales y del increíble atardecer con el que nos recibió las afueras de Manizales, la vida nos compensó con un poco de dificultad. “Dharma”, algo cansado de este trayecto, sufrió un poco con las empinadas calles de Manizales y nos quedamos colgados en una de estas empinadas típicas de la ciudad. Finalmente tuvimos que esperar a que “Dharma” se enfriara, se desocupara la calle y rodar cuesta abajo… en reversa. Logramos salir adelante (mejor, atrás). Llegamos a la casa de Aída y su hija Antonia (hermana y sobrina de nuestra querida amiga manizalita AnaCris), atendiendo a la generosa y oportuna invitación que nos hicieron a pasar la noche. Noche que se convirtió en dos para conocer algo de Manizales y retomar fuerzas, pegarnos una buena ducha y dormir en unas camas deliciosas bajo la hospitalidad y calidez propia de las Gonzalez. Fuimos a “El Recinto del Pensamiento”, parque que confirma una vez más que en Colombia podemos tener espacios naturales y lugares turísticos de calidad, respetuosos con la naturaleza y los visitantes. También visitamos a don Hernando, el divertido papá de las Gonzalez, con quien tuvimos una agradable charla en la tienda de la esquina y fuimos al barrio Chipre a ver el atardecer de esta ciudad que Pablo Neruda describió como “fábrica de atardeceres”. El sol decidió jugar con nosotros y ocultarse detrás de las nubes y nosotros, ante este cambio de paisaje e invitación, decidimos seguir el ejemplo y jugamos las escondidas en familia en el punto más alto de Manizales. (El atardecer de la fábrica lo habíamos presenciado el día anterior).

Panorámica de Jardín, Antioquia.

Salimos de Manizales con rumbo a Medellín y, muy al estilo de FamiloAmérica… llegamos a Jardín. Para nuestra defensa, también en el departamento de Antioquia. Este bonito pueblo de arrieros, campesinos y cafeteros es digno de su nombre y nos sorprendió con sus casas, portones, ventanas y balcones coloridos, su buen cuidado y su hermosa plaza central. Acá, jugamos felices con Paz y Teo, horas eternas, sin prisa, a lanzar al cielo los helicópteros chinos de $1000 pesos y a la nunca pasada de moda “lleva” (hasta que Paz “la llevó” en una estrepitosa caída que transformó inmediatamente su risa en llanto). Subimos a la montaña por “la garrucha” (sistema de transporte por cable aéreo) y bajamos por el camino de trocha para bañarnos en el río y lanzarle palos a Turrón. Una vez más, en el podio del placer era difícil decidir entre Paz, Teo y Turrón. Jardín nos enamoró y como novios universitarios, decidimos alargar un poco más nuestra relación porque no tenemos ningún afán. Nos quedamos una noche más para conocer el “gallito de roca” (espectacular pájaro de color rojo vivo del pecho hacia arriba, con una franja blanca y la otra negra, que canta tan hermoso como los marranos) y disfrutar de la calma y el tiempo propio de los pueblos. En Jardín tuvimos la suerte de conocer a una familia bogotana (Rene, Maria Luisa y la pequeña Flora de dos años) que nos abrió las puertas de su ducha y casa y nos atendió con la generosidad, cariño y amabilidad de un jardinero.

Al día siguiente y según los planes FamiloAmericanos, emprenderíamos el aplazado viaje hacia la capital de la montaña, Medellín. Así que nos alistamos, empacamos el carro, arreglamos la casa, madrugamos y seguimos nuestra ruta para llegar a… Quibdó en el Chocó (para nuestra defensa podemos decir que también es Colombia). Pero esta es otra historia que pronto compartiremos.

 

Siendo niños

Esta “expedición A.L. interior” empieza a mostrarme algunas cosas que no eran tan claras para mí en la rutina, calles y carreras de Bogotá. En esta ocasión quiero compartir sobre la paternidad y su relación con el tiempo que disponemos para ser papás. En estos apacibles y encantadores pueblos del eje cafetero me doy cuenta que hay un factor clave y fundamental para disfrutar la vida con los hijos (y con cualquier otra persona): el tiempo. Ese tiempo universal y aparentemente igual para todos los seres, que se compone de 60 segundos para completar un minuto y de 60 minutos para alcanzar una hora. Ese tiempo que se reduce tanto en la ciudad y en la agitada vida laboral de nuestros días, que nos obliga a trabajar al máximo o nos lleva a desconectarnos de nosotros mismos con todo tipo de entretenciones para “descansar”. Ese tiempo que prioriza la urgente por encima de lo importante, para cumplir con una serie de obligaciones laborales, económicas y hasta sociales que nos invitan plácidamente a no disfrutar del presente porque “no tenemos tiempo”. En esta carrera loca por cumplir las obligaciones (palabra fea esta) y correr de un lado para el otro, perdemos la capacidad de disfrutar y estar, primeramente, con nosotros mismos, de reconocer las maravillas de la Vida en el presente y, por lo tanto, la posibilidad de compartir a plenitud con nuestros seres queridos. Y esos tiempos apresurados y algo desnaturalizados son los tiempos a los que forzamos estar a nuestros niños para comer, vestirse, bañarse, amarrarse los zapatos, lavarse los dientes y cuando nos queda tiempo, jugar.

Echando helicóptero en la plaza de Jardín, Antioquia.

Creo que los niños tienen otros tiempos, sus propios tiempos para explorar, aprender, conocer y disfrutar. Otros tiempos que muchas veces no se ajustan a lo “importante” de los adultos, incapaces de esperar a que el niño o la niña coman, se vistan o jueguen con placidez. Y sin darnos cuenta la sociedad ha creado una tiranía de tiempo en la que estamos envueltos todos y sometemos a nuestros niños. Disculpen la generalización. Hablo a mi nombre. Siento que cuando me permito vivir el momento presente, no estoy apurando a mis hijos y me adapto a sus tiempos, disfruto de las actividades que hacen o hacemos juntos porque todas son igual de importantes. Confieso que buena parte de mis disgustos y peleas con Paz y Teo es porque no se ponen a (mi) tiempo el cinturón de seguridad, no se visten, se lavan los dientes o se montan al carro. En el viaje, veo como la tiranía del tiempo se apodera de mí y yo se la impongo a mis hijos. En FamiloAmerica los tiempos son otros. No quiero decir que deba volverse una tiranía de los niños o una parsimonia absoluta y aburridora de la Vida. Solo creo que puede ser benéfico para todos los padres darnos cuenta el ritmo de vida desenfrenado de la sociedad actual y adaptarnos entre todos a unos tiempos menos precipitados y comprensivos con las necesidades de todos, de niños y de adultos.

Victoriosos tras la metida en el frío río en Jardín, Antioquia.

No quiero echar un discurso pedagógico ni teorizar sobre la educación de los niños, solo quiero compartir algunas de mis reflexiones y aprendizajes a partir de esta primera etapa de nuestra “expedición A.L. interior”. No presumo tener o encontrar verdades ni certezas, sólo comparto las mías y momentáneas. En estas primeras semanas de viaje, he disfrutado mejor las actividades y juegos con mis hijos, de una manera diferente al que lo haría en Bogotá: volar el helicóptero chino de $100o pesos en la plaza central de Jardín, jugar a las escondidas en familia en el barrio Chipre de Manizales, lanzarle el palo a Turrón en el Valle del Cocora o Jardín, jugar ping-pong o a “la lleva” en la plaza de Filandia, verlos felices en el saltarín de Cartago, ordeñar las vacas y mojarnos bajo la lluvia en Panaca o meterse en el río del pueblo son algunos de los mejores recuerdos que tengo del eje cafetero… y más allá de las estériles discusiones y aburridores argumentos pedagógicos, pasamos felices, y “nadie nos quita lo bailado”. Estos son algunos de los momentos de sol, brillantes, alegres, luminosos que he podido disfrutar mejor porque no tengo prisa.

Y este sol es el mismo que evapora el agua, la transforma en nubes y desata las lluvias y tormentas. No todos los días son soleados. Ni en Bogotá, ni en el pueblo colorido, ni en la oficina, ni en FamiloAmerica. Y por suerte, porque tanto sol cansa, quema y aburre. Esta experiencia de vida que decidimos emprender con Paula y nuestros hijos (incluido Turrón que, más bien, es un abuelo), esta apuesta de vida por estar presentes para nuestra familia, las 24 horas del día, 7 días a la semana tiene sus dificultades, sus retos y nubarrones. El primero y paradójicamente, el no poder contar con mucho tiempo (ese mismo tiempo del que escribo) con Paula, con mi bella esposa a la que amo con toda el alma y con la que discutimos y peleamos por las diferencias que tenemos, extrañando los espacios personales y de pareja que disfrutamos en Bogotá. Como lo comentamos alguna vez de manera irónica: “¿Quieren estar con sus hijos? Pues, toma tus hijos!” Estamos enseñando y aprendiendo con nuestros hijos a respetar los tiempos y los espacios propios de todos, aunque vivamos en un carro y estemos casi todo el tiempo juntos. Por momentos, los niños son demasiado exigentes, demandantes y caprichosos (y nosotros también) , llevándonos al desespero y sacando lo peor de nosotros mismos como padres, esposos y seres humanos.

Si. Esta familia tan hermosa y bonita (siempre, en las fotos publicadas) tiene momentos de grandes dificultades, de equivocaciones y peleas que estamos aprendiendo a tratar de una manera compasiva y amorosa con nosotros mismos y con los demás miembros de la familia (humana). Muchas veces logramos escampar de las tormentas internas, logramos reírnos de nosotros mismos y las resolvemos sabiamente. Y muchas otras veces, empeoramos la situación, sacamos los rayos y los truenos de nuestro interior, empapamos a los demás y no aprendemos nada. En ocasiones, yo pierdo la paciencia y la tranquilidad con Teo, Paz o Paula y mi respuesta es con un grito, haciendo mala cara o con una respuesta “decente” que lleva debajo la rabia, la frustración y la tormenta de un padre, un esposo y un ser humano que quisiera otra cosa. Confieso que en algunos momentos preferiría estar solo, respirar tranquilo o incluso ir más rápido y no estar en una camioneta con 3 personas tan bellas como complejas… y un perro que ladra durísimo. Lo reconozco y en estos momentos de dificultad y nubes, estoy lejos de ser el padre o esposo amoroso, sensato, sabio y seguro que puede responder acertadamente a las preguntas, diferencias o retos de su familia. FamiloAmérica me ha permitido ver y enfrentarme diariamente con mi insatisfacción, mis tristezas y mi “neura”, como la llama Paula. En mí, en nosotros, en FamiloAmérica también hay sol y lluvia.

En Salento con Paz.

Cuando fuimos a Panaca la primera vez, la lluvia aguó la fiesta y la sonrisa de Paz se convirtió en llanto, rayando en una pataleta que arruinó la tarde. Cuando paseamos por las calles de Filandia, encontramos un oasis de juego y diversión en la plaza central, y logré encontrar un lugar para jugar ping-pong con los jóvenes del pueblo y a “la lleva” en familia con la nueva amiga de Paz. Cuando Paz y Teo pelean y discuten interminablemente, la tormenta surge y todos nos volvemos tempestad. Cuando no encontramos el atardecer de Manizales, la Vida nos invitó a jugar a las escondidas en el barrio Chipre. Cuando nos paramos en un peaje o le queremos preguntar alguna dirección a un transeúnte, los ladridos de Turrón resuenan por todo el carro, no nos permiten escuchar nada y me hacen perder la paciencia con el “abuelo” (que merece un capítulo aparte). Cuando puedo disfrutar del tiempo presente para lanzar helicópteros chinos con mis hijos, jugar a “la lleva” o meterme al río, la alegría me invade.

En FamiloAmérica, este carro llamado “Dharma” (que significa camino, enseñanza), se ríe y se llora, se pelea y se reconcilia, se planea y se improvisa, se besa y se equivoca, se dialoga, se canta y se hace silencio… hace sol y llueve, en diferentes momentos y simultáneamente… y cuando estamos bien ubicados, presentes en el ahora, con la mente despejada, el corazón abierto y el espíritu iluminado podemos ver el arco iris en todo lo que sucede. En medio del sol y la lluvia podemos ver el arco iris.  Y cuando sólo hace sol. Y también cuando sólo cae la tormenta. Estamos aprendiendo a disfrutar del tiempo presente para ver el arco iris en todos los momentos y lugares que visitemos, a reconocer el reflejo colorido y divino de todos los seres, escondido o visible en las múltiples y diferentes situaciones que experimentamos. Estamos iniciando, estamos aprendiendo con humildad porque muy seguramente seguiremos teniendo días de sol y de lluvia a lo largo de este viaje, de FamiloAmérica, del gran viaje de la Vida. Estamos aprendiendo que el sol, la lluvia y el arco iris, somos nosotros.

FamiloAmérica.

 

 

“You Can´t Always Get What You Want…”

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El jueves santo, 13 de abril de 2017, dimos nuestro primer paso. Completamos nuestro primer recorrido. Finalmente, después de un día inolvidable podemos decir que salimos de Bogotá y que FamiloAmérica inicia su “expedición A.L. interior”. Difícil. Largo. Emocionante. Barro y loto revueltos. Demorado y, al mismo tiempo, en el momento justo.

Salimos de Bogotá en semana santa cuando nadie lo esperaba, ni siquiera nosotros mismos. Cuando lo queríamos, lo pensamos y lo planeamos, después de esa emotiva despedida en el Parque de El Virrey el 1 de abril, no fue. Sucedió cuando la Vida,  “Dharma” y el mismo viaje sabían que era el momento adecuado para zarpar. Ni antes, ni después. Primera lección del viaje: debemos saber escuchar y fluir, soltar nuestros apegos, planes e ideas de lo que consideramos “lo mejor”.

Desde octubre de 2016, cuando tuvimos por primera vez la idea de FamiloAmérica, nos demoramos cuatro largos meses para realizar los interminables preparativos del viaje: comprar a “Dharma” y realizar los trámites correspondientes, pedir por internet y comprar los repuestos del carro, revisar y reparar el carro en varios talleres (que trajimos en grúa desde Medellín), crear esta página web, empacar y re-empacar varias veces, vararnos y desvararnos en los viajes de prueba, sacar a los niños de los colegios y despedirnos varias veces de nuestros amigos y familiares. Escogimos un sábado, 1 de abril, para hacer la despedida oficial y realizar nuestro primer trayecto Bogota – Anapoima. Al Parque del Virrey llegaron varios de nuestros amigos y familiares que nos recargaron el tanque del espíritu con su buena energía, consejos y bendiciones. Salimos recargados, felices, seguros de “iniciar con pie derecho” esta aventura familiar.

No llegamos bien – “ni siquiera” – a Anapoima. “Dharma” perdió fuerza a mitad de camino y sabíamos en nuestro interior que el carro y quizás nosotros no estábamos preparados para el viaje. Quizás nunca lo estemos del todo. Tuvimos que regresar el carro a Bogotá, entre primera y segunda velocidad, en un trayecto algo triste y largo que me volvía a recordar que el viaje es de ida y vuelta, con subidas y bajadas. Al ingresar nuevamente el carro al taller en Bogotá con pésimos síntomas y dada nuestra ignorancia mecánica, temíamos lo peor: “nos tiramos el motor y se acabó el viaje… sin haber comenzado”. Además de esto, luego de muchos debates, discusiones y charlas con todos (incluido un grupo anti-Turrón emergente), nuestro querido pastor alemán había sido “bajado del bus” y, en una decisión incomprensible y sabia al mismo tiempo, no nos dieron permiso para llevarlo en FamiloAmérica.  Segunda lección, como dice Jagger y su banda: “You can’t always get what you want”.

Empezamos a vivir la semana santa con toda su pasión, muerte y resurrección. Con esa gran duda y temor, dejé el carro medio muerto en el taller el jueves y sólo podría ser revisado por Rafael, nuestro querido mecánico de cabecera, hasta el lunes siguiente. El lunes santo Rafael abrió el motor, lo revisó y nos tranquilizó: el motor estaba bien. Podría ser reparado en un par de días sin necesidad de comprar o solicitar mas repuestos. Los anillos del motor “se habían alineado y por ahí se había fugado algo de aceite”. El miércoles santo, al tercer día y contra todos nuestro pronósticos pesimistas, el carro volvía a estar con nosotros. Los aprovechamos para ponerle a “Dharma” los vinilos adhesivos (calcomanías) de FamiloAmérica, conseguir el cenicero delantero que faltaba y reempacar (incluido Turrón).

El jueves en la tarde creíamos una vez más que estábamos listos para salir. ¿A dónde? Algunos amigos nos recomendaron probar el carro en el plano, yendo a Tunja o algún pueblo cercano en Boyacá. Rafael nos dijo que ya podríamos salir a Cartago y subir la famosa “Línea” – temido y empinado trayecto entre Bogotá y Armenia, el más difícil de Colombia. Nos invitaron a Guatavita, a las afueras de Bogotá para pasar la noche y pensamos también en visitar a Los Bermudez en Sopo. Y otros pensarían “mejor no salgan porque ese carro no los va a llevar a ningún lado”. En un impulso repentino y seguro de mi incertidumbre le dije a Paula: “vámonos a Cartago e iniciemos FamiloAmérica ya”. Paula miro a un lado un segundo y enseguida dijo: “Vamos!” Eran las 6 de la tarde y volvíamos a tener a Turrón, el carro listo y el tanque del espíritu lleno para partir. Cuando nadie lo sabía ni lo esperaba, salimos.

Salimos felices. Luego de una fuerte discusión con Paula por sobrecarga de diferencias, gracias a unos sutiles consejos de Paz y de un momento de silencio y respiración, salimos felices, escuchando la canción de “Calle 13” que se ha convertido en el himno de FamiloAmérica: “Darle la vuelta al Mundo”.  Tomamos una vez más, la ruta Bogotá – Anapoima para pasar a Ibagué, cruzar la Línea y llegar a nuestro primer destino: Cartago. Paz estaba dichosa, llena de alegría sabiendo que iniciábamos el viaje de familia que tanto estábamos esperando. Teo también iba feliz, durmiendo feliz.

Llegamos a Anapoima y los malos recuerdos del último viaje se fueron disipando tras una agradable conversación con Paula y el buen sonido del motor en medio de una agradable y desocupada carretera por Apulo, Tocaima… hasta llegar a Gualanday. Los temores de una posible varada o de un daño en el motor irrumpieron la tranquila noche con un leve olor a aceite que ya reconocíamos y que nos negamos a aceptar de primerazo, hasta que la luz roja del testigo se encendió. Nos detuvimos en un paradero al lado de la vía principal y bajamos del carro, que echaba humo por el motor y los ventanales de refrigeración. “Ahora sí, nos tiramos el motor”, “debíamos probar el carro en el plano” o “nunca vamos a realizar esta locura de FamiloAmérica con este carro” cruzaron nuestras mentes nuevamente.

Varada 001 en Gualanday

Decidimos esperar a que el motor se enfriara para luego realizar un trayecto corto hasta Ibagué, donde podríamos revisar el carro en un taller. Bajamos en un paraje solitario al lado de la vía, tranquilos de contar con seguridad que nos brindaba Turrón y la comodidad de “Dharma” para acostarnos y descansar un rato. “Nuestro carro-casa cumple satisfactoriamente con sus funciones de casa, muy cómodo y bonito, pero como carro aún le falta”, decíamos con Paula con un poco de frustración y tristeza.

Una hora después, Paula no podía dormir por el ruido y movimiento generado por los camiones y buses pesados que pasaban por la carretera, que se sumaba a la gran incertidumbre sobre nuestro “Dharma” para realizar FamiloAmérica. Me despertó y decidimos reiniciar nuestro camino hacia Ibagué. Anduvimos despacio y la mayor parte del tiempo en silencio, sabiendo que “Dharma” no estaba bien y esperando llegar a Ibagué. La luz roja del aceite se volvió a encender y a 5 kilómetros de Ibagué, orillamos el carro. Esta vez el carro no encendió y el sonido del motor presentaba un “golpe”. Empezó a llover. Panorama desolador. Me imagine regresando a Bogotá, derrotados, en una grúa que podría cargar con “Dharma” pero no con nuestra inmensa frustración.

Grúa a 5 kms. de Ibagué

Y llegaron los ángeles. Primero, llegó un amable señor de la Concesión de Vías que nos solicitó el maravilloso servicio de grúa gratuito (que justifica el alto y continuo pago de peajes en Colombia) hasta Ibagué. Subimos el carro a la grúa, mientras nuestros niños dormían otro sueño. Yo me acosté al lado de ellos, intentando dormir algo a las 4 de la mañana. En medio de la dificultad surgió la alegría y aparecieron las enseñanzas de nuestros angelitos. A las 5 de la mañana Teo se despertó sorprendido y contento: “Pá, el carro está andando solo!”. Yo me desperté, entendí la situación y solo pude reírme y contagiarme de la otra manera de ver las cosas. Agradecí a la Vida de darme a Paz y a Teo y por mostrarme que las cosas siempre se pueden ver de otra forma. Teo me sacó una sonrisa cuando más lo necesitaba y me recordó que aún podía respirar, confiar, sonreír, luchar. Para regresar el inmenso regalo que me hizo, Teo tuvo su premio: manejo a “Dharma” en la silla del piloto, sin ayuda de nadie, moviendo el timón de un lado a otro pero dando las curvas perfectamente, con una sonrisa contagiosa. Paz se despertó, fue complice del sueño y disfrutó del trayecto mágico en la silla del co-piloto. El viaje en grúa se convirtió en una experiencia bella, inolvidable, gracias a mis maestros.

Cuando llegamos a Mirolindo, a la entrada de Ibagué, yo estaba rendido. Paula había visto por la aplicación de iOverlander que había un taller donde sabían de Volkswagen y de Combis que podrían ayudarnos a reparar el carro. Era viernes santo y difícilmente estaría abierto. Yo me acosté a dormir a las 6 de la mañana y Paula sacó fuerzas de su ímpetu y esperanza de su corazón para buscar al mecánico que nos rescataría de este viacrucis. Se fue a buscar un taxi. Y no sólo encontró un taxi, sino un taxista que subiera a Paz, Teo… y Turrón. Al llegar al taller lo encontraron cerrado. Fue al taller vecino y le dijeron que acababan de ver al mecánico, que coincidencialmente había pasado por allí hacía unos minutos. Lo encontró y le contó nuestros problemas. Se regresaron, en el mismo Taxi, los cuatro más Frank, nuestro ángel vestido de overol que estaba de cumpleaños y nos brindó su ayuda y amabilidad ese histórico viernes santo 14 de abril.

Al despertar vi una escena del macondo tolimense: se bajaban de un taxi pequeño y destartalado, mi esposa, mis dos hijos, Turrón y Frank. Frank revisó el motor con mucha generosidad, buen humor y conocimiento de Volkswagen y de Combis (vans o camionetas como la de los hippies). Nos dio más seguridad cuando nos dijo que conocía a Rafael y había trabajado con él años atrás. Revisó el distribuidor y empezó a moverlo, diciendo: “Acá hay algo extraño”. Nosotros le dijimos que Rafael nos había pedido el favor – casi prohibición – que nadie moviera el distribuidor y los tiempos del arranque. Frank lo hizo con seguridad y empezó a probar los cables de alta tensión y las “chupitas” que van del distribuidor a las bujías (hemos aprendido algo de mecánica, por lo menos los nombres técnicos, como “chupitas”). Siguió probando y ajustando el distribuidor con el conocimiento y seguridad de los expertos y los ángeles. Milagrosamente, “Dharma” encendió bien. Para nosotros, resucitó.

Celebrando con Frank su cumpleaños y la reparación de “Dharma”

Yo no podía entender dos cosas: Primero, que el carro funcionará más de 100 kilómetros con las “chupitas” mal puestas y, segundo, que en Bogota, nuestros gurús no hubiesen visto algo tan simple. “Hasta a los panaderos se les quema el pan”, dijo Frank comprensivamente. Yo le respondí: “Desde que no se les queme el horno”, haciendo alusión al motor. Frank soltó la carcajada y yo mi preocupación. Nos dimos cuenta que siguen existiendo seres amables y bondadosos, y mecánicos calificados que saben de Westfalias fuera de Bogotá. Frank había resuelto en 15 minutos el “chistecito mecánico” que nos había hecho desconfiar de nuestro “Dharma”, de FamiloAmérica y de nuestro sueño.

El taller VW en Ibagué

Salimos todos al “Taller de Enoj” donde trabaja Frank, escuchando y sintiendo el carro muy bien. Frank terminó de ajustar los tiempos y las bujías mientras le escribimos con Paz unas palabras de agradecimiento por el arreglo y de felicitación por su cumpleaños en una de las postales que llevamos de FamiloAmérica para regalar en el viaje a las personas que se vuelven cercanas, como Frank. Nos tomamos unas fotos para el recuerdo, le cantamos el “feliz cumpleaños” y disfrutamos de unos últimos momentos de camaradería sentados en el andén como si fuéramos viejos amigos. Frank nos dio luz verde para continuar hacia Cartago, enfrentar la subida a La Línea y nos regresó la esperanza de continuar nuestra “expedición A.L. interior” (no por casualidad también es sensei de Taekwondo).

Paula, sus modernas aplicaciones tecnológicas en el celular  y su verraquera nos habían sacado adelante de este difícil episodio en Ibagué. Sólo nos faltaba subir la Línea. Al llegar a Cajamarca, el último pueblo antes de la pendiente, decidimos esperar un rato para que se enfriara el motor y evitar un posible recalentamiento. Seguía siendo viernes santo y no habían muchas tiendas o restaurantes abiertos para almorzar; mucho menos, para esta rara especie que somos los vegetarianos. El desayuno, para alegría de los niños, fue un desayuno “chatarra”: cereal con yogur, avena y galletas de paquete. Hicimos el procedimiento habitual para descansar un rato y “matar el tiempo: subimos nuestra carpa. Cuando habíamos terminado de armar el rompecabezas de cohete de Teo y empezábamos a reparar algunas fichas de ajedrez para jugar con Paz, Paula dijo: “Cami, soltaron los camiones y nos están adelantando”. Efectivamente pasaron varios carros de carga pesada que podrían dificultar nuestra subida a la Linea. Entonces, bajamos nuestra casa, nos alistamos rápidamente (lo que se puede con dos niños) y salimos contentos y expectantes a afrontar nuestro mayor reto en las carreteras de Colombia.

Despacio, muy despacio, algo temerosos y sin prisa empezamos a subir los 21 kilómetros de carretera curva y empinada hasta el Alto de la Línea. Entre primera y, máximo, segunda velocidad fuimos avanzando detrás de los camiones y vehículos de carga pesada, esperando que el fatídico bombillo rojo de la temperatura no se encendiera. Esta era la gran prueba vial y de “Dharma”para decidir si FamiloAmérica era una pesadilla o un sueño hecho realidad.

Estamos aprendiendo que el gran truco de la vía y de la Vida es ir sin prisa, tranquilos, atentos y disfrutando de todo lo que sucede en el camino. Habían bastantes camiones lentos y nosotros nos uníamos a esa larga lista de carros que cualquier conductor preferiría no tener adelante. Yo escuchaba el motor e imploraba en silencio “por favor Dharma, por favor, sube, sube, no te vares ahora”. Y cuando sentía que el motor estaba haciendo un gran esfuerzo o que yo estaba sufriendo de más, respiré. Respiré para regresar a mí, respiré por “Dharma” y por todo lo que implica este viaje para nosotros como familia. Respiré para que nos nos recalentáramos: “Dharma” con el motor y yo con mis inútiles pensamientos y preocupaciones. Respiré para soltar, sentir, sonreír y disfrutar de este maravilloso momento de la vida, en familia. Y respiré cuando llegamos al punto más alto de la Línea, nos miramos con Paula, celebramos con los niños, agradecimos a “Dharma” y dijimos con mayor – nunca total – seguridad: “Familoamérica empezó”.

Coronando la Linea

Fue un momento mágico, entre la neblina propia del lugar que se fue desvaneciendo como nuestros grandes temores mientras bajábamos en una fiesta familiar. El descenso fue de alegría y celebración. Logramos superar las primeras grandes dificultades, subidas y retos del viaje; tuvimos que apretar los dientes, confiar en nosotros y rezar a lo trascendente, pelear y reconciliarnos, tomar decisiones y asumirlas, sufrir y disfrutar… vivir. Vivir FamiloAmérica, una idea que surgió hace 5 meses para vivir diferente, en familia,  y que ahora es nuestra realidad. No es igual, pero tampoco es diferente que en Bogotá. Seguimos encontrando el barro y el loto en nosotros mismos, en los sitios que visitamos y las situaciones que vivimos. El camino, el aprendizaje y la aventura apenas comienzan. Como dice el viejo Mick y su banda: “But if you try sometime, you find you get what you need”.

(Para las personas que no leen inglés, disculpen las frases originales en este idioma pero recuerden que “si lo intentas, a veces, encuentras lo que necesitas”).

Turrón también es parte de la celebración

 

SALIDA DE BOGOTA

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“FAMILOAMÉRICA” INICIA SU AVENTURA

Luego de tres meses de preparaciones y reparaciones, de vararnos y desvararnos varias veces, de comprar repuestos, herramientas y muchas otras cosas de las que no sabíamos nada (aún no sabemos mucho) y de emotivas despedidas, salimos a nuestra aventura familiar el 1 de abril de 2017.

GRACIAS A TODOS, A NUESTRA FAMILIA Y MARAVILLOSOS AMIGOS en Bogotá que nos acompañaron a la despedida en el Parque El Virrey y al inicio de esta aventura llamada “FamiloAmérica” (y a todos los que siempre nos acompañan en la distancia o el silencio). Gracias especiales a Alejandro Gutierrez y a los mecánicos que nos ayudaron a poner a “Dharma” en su punto, a la Sangha de Bogotá que nos llena de fuerza y buena energía cada semana, al Colegio Campoalegre y al jardín El Arca de Noé, a nuestras adoradas familias y a los amigos que siempre nos acompañan por el camino de la Vida.

Estamos felices, con emociones encontradas, incertidumbre, expectativas y recargados con su bonita energía, palabras, mensajes, regalos y buena onda que nos llenaron el tanque del espíritu para emprender este maravilloso viaje. Los llevamos a todos en nuestros corazones y estamos totalmente agradecidos con ustedes y con la Vida por apoyarnos y ayudarnos para hacer este sueño realidad… que también es de ustedes.

 

Mis sueños y mis miedos.

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Salir. Salir del lugar seguro para encontrarme con lo desconocido, con lo mejor y lo peor de mi, de mi familia, del mundo, tomando el riesgo de encontrarse con desafíos, dificultades, incomodidades que me permitan descubrir otras bellezas, alegrías y divinidades diferentes a las ya conocidas.

¿Para qué embarcarse en una aventura, en una camioneta Volkswagen  modelo 81, y recorrer Latinoamérica con mi esposa y mis dos hijos?, ¿para qué salir de un apartamento y una ciudad donde tenemos nuestro trabajo, nuestra familia, nuestra comodidad, nuestros amigos, nuestras vidas?,  ¿por qué arriesgarse a sufrir un accidente, un robo, dificultades y problemas?, ¿por qué no quedarse acá, si lo tenemos todo?

Para vivir. Para seguir viviendo y conociendo más del Mundo, de mi mismo, de mi esposa y mis hijos, de la Vida y de otras personas. Para salir de la rutina que por momentos nos seduce con el slogan del “lugar seguro”, de “acá estamos bien”, o “por qué dejar lo que con tanto esfuerzo se ha conseguido”.

¿Miedos? Claro que tengo miedos. ¿Dificultades? Claro que tengo dificultades en este lugar seguro. ¿Huir? Quizás estoy huyendo. Huyendo de mis miedos y dificultades en Bogotá, de la rutina, del sentimiento de apachurramiento, de la sórdida cotidianidad que me convierte en un trabajador, un padre, un esposo, un hijo, un amigo, un hermano que no quiero ser. Si, estoy huyendo de mis miedos y mis dificultades… para encontrarlas en otro lugar, con otras caras y otras formas y volverlas a enfrentar cara a cara. Tengo la esperanza de trasladar el lugar de mis disputas con mis demonios y sufrimientos a otra arena, a otro lugar, donde quizás pueda aceptar, abrazar y transformar algunas  y estar vencido, sucumbido y enfrentado en una batalla de espíritu con otras a las que no he podido amar.

Tengo dificultades y sufro a diario. Tengo una familia maravillosa, una esposa y dos hijos que amo con todo mi corazón. Siento que la rutina se apodera de mi, que la chispa de vida se funda entre la rutina y que me estoy volviendo poco a poco como los hombres de gris de Momo. Siento que esta vida nos está matando la ternura, la ilusión, la solidaridad porque los tiempos imponen ritmos  y competencia desenfrenada, metas inalcanzables, escondites tramposos.

Sé que este viaje no traerá solución inmediata pero me permitirá buscar en otros lugares posibles respuestas para aceptar lo que soy. Quizás no cambie la situación, quizás cambie yo y me convierta en una persona más compasiva, alegre y amorosa. No lo se, aún tengo miedo, decepción y frustración… aun tengo esperanza, fé y fuerza… aún tengo ganas de salir a buscar y no perder lo que he encontrado… quiero arriesgarme a enfrentar mis demonios y sufrimientos junto a los de mi familia, en una VW para tener otra oportunidad de abrazarlos, aceptarlos y transformarlos… aún cuando me vuelvan a vencer.