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DE CHOCÓ P’AL RESTO DEL MUNDO

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Y llegamos al Chocó en nuestra “Dharma”, a ese departamento lleno de riqueza, contrariedades y diversidad, a esa región algo olvidada y temida de Colombia que se nos atravesó en el camino para confirmarnos que el aprendizaje es más rico cuando se enfrentan los miedos y se sale del lugar seguro. Llegamos al Chocó en “ese carro viejo”, gracias a una simple pregunta-sugerencia de Paula que dio rienda suelta a nuestros impulsos viscerales por conocer otros lugares, culturas y personas diferentes a las ya conocidas o fáciles de conocer: “¿Y si nos vamos al Chocó?” me dijo luego de ver curiosamente el mapa. Ante semejante invitación, hice una rápida llamada a Harold (un amigo del PNUD y una bellísima persona que vive en Quibdó) para averiguar por la carretera y la situación de seguridad y orden público en una de las regiones más azotadas por la guerra, la inequidad y la violencia en Colombia. Su respuesta me dio confianza para emprender una “locura dentro de la locura”, para acercarnos a nuestro país y su gente y llegar a tener la fortuna de ir a un paraíso que pocos se atreven a conocer.

El Chocó es selvático, caluroso y húmedo. No cuenta con los estándares de higiene y comodidad de “la otra” Colombia, impuestos del Occidente moderno y homogeneizaste. Para muchos de quienes somos del interior y la ciudad, parece un país, otro país (más) subdesarrollado. Al salir de Manizales emprendimos el viaje hacia el Chocó, por la carretera Medellín – Quibdó que, como dijo Harold acertadamente, “es una carretera con largos tramos destapados, puede presentar derrumbes y puede que los carros queden atascados en el barro… pero hágale que llegan”. Con nuestro “Dharma” a prueba, el espíritu del aventurero y la fragilidad del citadinos en estos terrenos desconocidos, emprendimos la travesía hacia la mágica y sorprendente Chocó. Recorrimos la carretera que bordea el majestuoso y caudaloso río Cauca hasta llegar al último pueblo antioqueño, Ciudad Bolívar, que marca estrepitosamente las diferencias entre estos dos departamentos vecinos, tan cercanos como distantes, y que reflejan claramente la diversidad de nuestro país: el sufrido Chocó y la próspera Antioquia.

Como de costumbre, subimos con expectativa, lentitud y algo de nervios la carretera pavimentada hasta el alto que nos indicó con un letrero la llegada al “Departamento de Chocó”. Nos alegramos y celebramos anticipadamente nuestra triunfo, sin saber que apenas estaba comenzando una nueva y larga aventura. La vegetación, el clima y el paisaje se  hacían cada vez más selváticos y los pueblos cada vez más caseríos y lejanos. Llegamos a la Reserva indígena de los Embera y recogimos a dos niños del resguardo, de 12 y 13 años, que caminaban por la carretera hasta el otro pueblo y que nos hicieron una señal para llevarlos. Conversamos poco con ellos por su timidez y su limitado manejo del castellano, pero intercambiamos pequeñas sonrisas sinceras que me recordaron lo especial de recoger gente desconocida en el camino y hacerlo con absoluta confianza y desinterés, sentimientos en vía de extinción en nuestras ciudades.

Después de algunos minutos de recorrido, vimos en la carretera a otro grupo de indígenas, una familia de 6, en su mayoría mujeres, que caminaban con sus canastos de plátanos colgados de la cabeza hasta el “7” (los caseríos de esta región tienen el nombre de “7”, “18” y “20”). Todos ayudaban en la labor familiar, hasta el niño menor de 3 años que cargaba su propio canasto y que era un ejemplo de verraquera y templanza para nuestros hijos. Pronto supimos que eran familia con los dos niños que estaban en nuestro carro. Al ver que eran muchas personas para llevar en nuestro “Dharma” decidimos parar, bajar la ventana y ofrecerles nuestra ayuda llevando los canastos de plátanos hasta el “7”, donde los dejaríamos con los dos niños. No se si no nos entendieron, si usaron su “malicia indígena” o sencillamente “nos pasaron por la galleta” porque, cuando abrimos la puerta para subir sus canastos, rápidamente la abuela, sus 2 hijas y toda su prole estaban montados en “Dharma”. No importaba que el espacio fuera reducido para la docena de seres, ni que hubiera un pastor alemán que a muchos desconocidos intimida con su sola presencia y con sus fuertes ladridos; está vez, la fiera se limitó a quedarse en silencio, arrinconarse y observar la avalancha indígena sobre su caninidad (tal vez él si sabía de las barreras del idioma). Todos se subieron sorpresivamente, como si fuera una escena típica del Transmilenio en Bogotá, y cuando estuvieron subidos, yo volví a sentir la alegría de este primer encuentro con los indígenas del Choco. Ahora íbamos 12 personas y un perro remilgado en “Dharma” (record nacional de FamiloAmerica), muy felices de este sencillo, silencioso y alegre espacio de intercambio humano. Cuando llegamos al “7” nos enseñaron sus artesanías, compramos un bonito collar para Paz y nos “permitieron” cargar sus pesados canastos de plátanos en el último intercambio de risas y humanidad de este episodio. Continuamos nuestro camino recargados de la felicidad de este encuentro sorpresivo y directo con los indígenas, una palabra apenas conocida por Paz y Teo que en ese momento se personificó y quedará como un recuerdo inolvidable.

La carretera presentaba cada vez más tramos destapados y la lluvia empezó a caer fuertemente con un sonido fortísimo que nos decía muy a su manera “bienvenidos al Chocó”. Avanzamos lentamente bajo la lluvia mientras las camionetas 4×4 nos pasaban, aparecían los derrumbes a lado y lado de la carretera y mientras leíamos las señales de tránsito recurrente en estas latitudes pero  que nunca aparecerá en los diarios: “pérdida de banca”. Presenciaba nueva y simultáneamente la mezcla de sentimientos: por un lado, el agradecimiento y la satisfacción por estar recorriendo la selva chocoana y, por otro,  la incertidumbre y el miedo por un posible derrumbe o varada en medio de la nada (de señal, de celular, de internet, de comunicación). En medio de este panorama, Chocó nos regaló su segunda sorpresa: en la carretera, entre los charcos, vimos una culebra negra con lineas rojas, de metro y medio de longitud aproximadamente, que cruzó rápidamente de un lado al otro de la vía. “¿Viste?”. “Si”. Nos preguntamos y nos respondimos simultáneamente con Paula. A nosotros nos emocionó bastante ver fugazmente un ejemplar vivo y libre de la naturaleza y de la biodiversidad de esta región. Quizás la sorpresa fue mutua y la serpiente llegó a su casa a contar, igual de emocionada y sorprendida a nosotros, que vio pasar lentamente, en una camioneta Volkswagen de 1981, a una familia de blancos por la selva tropical, algo inusual en estas región “tan peligrosa y subdesarrollada para esa especie”.

No se cuanto nos demoramos en llegar a Quibdó, tal vez 7 horas, el tiempo estimado de nuestro Dharma que, por lo general, suele ser el doble de lo que nos dicen o de lo que demora un “carro normal”. Pasamos los caseríos indígenas del “7”, el “18” y el “20” hasta llegar a Tutunendo, poblado de mayoría afrodescendiente o afrocolombiana que yo prefiero llamar con cariño, orgullo y respeto “negros”. Las humildes casas de madera, el barro, la lluvia y los niños jugando descalzos en las calles son una foto típica de estos poblados que guardo en mi memoria y que espero se sigan repitiendo en nuestro viaje. Sin darnos cuenta, llegamos a Quibdó pues las diferencias entre un pueblo o una vereda chocoana – en este trayecto – y la capital del departamento se da principalmente por el tamaño. Llegamos algo cansados y muy felices de estar en el Chocó y de enfrentar los miedos y prejuicios que impiden a la mayoría de colombianos conocer este paraíso.

En Quibdó tuvimos la fortuna de conocer, jugar y compartir con Harold y su bella familia: Herlen, Estefanía (15), Haritold (12), sus tíos y sus primos. Recorrimos el malecón, visitamos la hermosa Catedral, y paseamos en lancha por el imponente río Atrato en compañía de Luis Elvin, otro viejo amigo del PNUD que se comportó como el mejor de los anfitriones. Además de guiarnos y acompañarnos, tuvo el amable gesto de montar a Paz y a Teo en su moto para darles una vuelta y disfrutar “la mejor experiencia que he vivido acá”, según las palabras de mi hija de 6 años.

La venida al Chocó respondía a un deseo personal de llevar a mi familia a las exóticas playas de Bahía Solano, que tuve la oportunidad de conocer con anterioridad gracias a mi trabajo en PNUD – Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo – en la compañía de mi clownpadre Jaime Fajardo (a quien recuerdo con gratitud y le envío un saludo a través de este escrito). La mayoría de los colombianos conocemos las hermosas playas del caribe, pero estas playas son otra cosa. Cuando viajé con Jaime al corregimiento de El Valle tuve la experiencia de sentir la tranquilidad del viento, la frescura de la bahía, el espíritu de la selva a espaldas del mar, las olas impetuosas, los atardeceres mágicos y la inmensidad y virginidad de las playas grises sin hoteles lujosos ni vendedores acosadores. En ese momento pensé que me gustaría traer a mi familia a este lugar, a pesar de las dificultades de llegar y de todo lo que se dice del Chocó. Para mi fortuna, no sólo encontré estas playas sino una mujer divina, guerrera y exploradora, una amiga de viaje, inspiradora y amorosa que siempre me ayuda a cumplir mis sueños (o intentarlo, por lo menos) y que me regalo dos hijos hermosos y una familia aventurera .

Por lo tanto, al día siguiente de nuestro recorrido turístico por Quibdó, fuimos al aeropuerto a averiguar tiquetes aéreos a Bahía Solanos para cuatro personas y un perro. Por ninguna razón queríamos dejar al “abuelo” Turrón en Quibdó y que se perdiera de la maravillosa oportunidad de conocer el mar en el ocaso de su vida canina. No lo habíamos traído hasta acá para dejarlo en una veterinaria, a pesar que esa parecía ser la opción más fácil para poder viajar al pacífico colombiano. Nos dijeron en las aerolíneas comerciales que deberíamos tener las vacunas del perro, un guacal grande y esperar la disponibilidad de cupos en los días de vuelo. No teníamos las vacunas de Turrón ni el guacal. Por sugerencia de Harold, a la mañana siguiente del lunes 1 de junio, nos fuimos al aeropuerto a buscar un vuelo charter donde montaran a nuestro querido perro. Paula consiguió alquilar un guacal grande (tarea más difícil de lo imaginado) y se fue con los niños y Turrón a vacunarlo, mientras yo buscaba el vuelo milagroso a Bahía Solano. Hablé con un señor que me dijo que sólo había un avión que saldría en hora y media. Llamé a Paula para empezar la nueva aventura, con la adrenalina y la acción que nos gusta vivir en FamiloAmerica y empacamos las maletas a toda velocidad. Por suerte, hemos aprendido a no llevar mucha ropa y la casa de Harold queda a 5 minutos del aeropuerto en “Rapi” (moto). Paz no desaprovecho la oportunidad de volver a montar en moto y se montó tan rápido como un indígena en una van y pudo viajar una vez mas con su pelo al aire, feliz, por las carreteras destapadas de Quibdó para acompañarme a recoger los documentos de identidad de los niños que se nos habían olvidado (es una costumbre familiar).

En menos tiempo de lo que pensamos, estábamos sobrevolando la selva tropical del Chocó en una avioneta pequeña con el cupo justo para dos adultos, dos niños, un perro y una cantidad suficiente de cajas de aguardiente Antioqueño para emborrachar a toda Bahía Solano. Mi sueño de conocer las playas de Bahía Solano con mi familia se hacía realidad junto a la alegría de llevar a Turrón al mar. No se si para Turrón fuera importante este hecho, pero nosotros cuatro disfrutamos al máximo estas playas en la compañía de nuestro “verdadero pastor alemán”, como lo llaman recurrentemente los pobladores locales, y estoy cada vez mas convencidos que traerlo a este primer tramo de FamiloAmérica fue la mejor decisión.

En las playas de El Valle no pudimos meternos mar adentro porque, como decía Teo desilusionado luego de correr a toda velocidad y con entusiasmo a la playa a primera hora de la mañana: “otra vez hay bandera roja”. Eso sí, pudimos disfrutar la playa y la piscina que crea el mar cuando entra y sale, dejando por unos breves instantes un espejo de agua donde Teo se podía sentar a esperar, con la emoción y osadía heredada de Paula, la siguiente ola para ser revolcado. Él disfrutó al máximo esta actividad, entre sus carcajadas llenas de arena, mientras yo apretaba los dientes y lo protegía para que un palo, un tronco o una ola grande no lo fueran a golpear. En los 6 días que estuvimos en en Bahía Solano el plan fue visitar las hermosas playas de Huina donde el mar fue más amigable con los niños, ir a la paradisiaca Ensenada de Utría, caretear con los niños en mar abierto para ver los peces en vivo y en directo (yo ví una tortuga marina!) y disfrutar de la lluvia, el sol y el silencio de las playas de El Valle. Jamás voy a olvidar nuestra última tarde en El Valle: bajo el cielo nublado y la llovizna refrescante del trópico, absolutamente sólos en estas playas mágicas, nos encontramos nosotros cinco con la inmensidad del océano, el cielo y la selva, jugando felices y libres en la playa a las carreras, a “la lleva”, a la guerra de barro, a tirarle el palo a Turrón, dejándonos contagiar de la inmensa alegría de vivir Familoamerica y compartir este Chocó en familia.

Esa misma inmensidad del mar y el poder de la naturaleza siempre me ubica y me recuerda mi lugar en el cosmos: uno mismo con él, en mi infinita limitación y mi eterna indisolubilidad con Dios. Luego de un espectacular atardecer en El Valle junto a mi familia, cuando la noche se aproximaba y nos preparábamos para regresar a nuestra cabaña, vi a lo lejos, entre las gigantes olas de 2 metros de altura y la espuma que producían su estrepitosa caída, a un negro que se lanzaba y jugaba entre ellas. Yo, como la Paz y el Teo desafiantes en el mar, también quería jugar con esas olas y sentirme uno con el océano, como él negro lo hacía. Pero siempre guardo respeto por la fuerza de la naturaleza y tenía miedo de ser arrastrado por sus olas o chupado por sus corrientes. No me atrevería nunca a meterme solo a ese mar. Cuando el joven negro salió del mar y pasó a nuestro lado, yo le pregunté cómo era estar ahí, en medio de esas olas. Se llamaba Felix y como la mayoría de las personas que hemos conocido, me respondió amable y sonrientemente invitándome a vivir esa experiencia de primera mano. Yo lo pensé unos segundos, vi a mi familia y, como tenía muchas ganas y miedo, le respondí: “Vamos, de una”. Paula se quedo en la playa con los niños y yo me fui mar adentro a enfrentar las olas y mis miedos. Con la confianza y la seguridad de un maestro, Felix me dio seguridad para atravesar las olas, agacharme o dejarme llevar por ellas según como vinieran. Que experiencia! Después de hacerlo varias veces, con el miedo reducido y el respeto siempre presente, tuve una sensación de felicidad y dicha por estar en medio del mar con su fuerza y poderío… imponente, bello, ilimitado. Me sentí pequeño y vulnerable pero, al mismo tiempo, me sentí abrazado y protegido por la Madre Tierra (o mejor, la Madre Agua) para permitirme jugar con ella y ser uno con la Vida, con el Mundo, con el Chocó, con mis hijos, mis padres, mi esposa, mis hermanos, amigos y todos los seres que habitamos este planeta. Fue un efímero y eterno momento de unión con la Vida, con las maravillas de estar vivo. Seguí jugando como un niño pequeño y me sentí el campeón valiente de las olas del pacífico. En medio de la naturaleza, en el mar, en la tarde oscura, en esta mágica oportunidad de “arruncharme” y jugar bajo sus olas para fundirme en ellas, de sentirme tan grande y vivo como el océano y tan diminuto como sus gotas, me nació un deseo incontenible de expresar, desde los más profundo de mi ser, algo que en ese momento pude gritar: Gracias. Gracias Vida. Gracias Dios.

El Chocó nos llenó de inolvidables experiencias, satisfacciones y buenos recuerdos, sin creerme el campeón de surf por mi minúscula experiencia con las olas o considerarme un conocedor experto del Chocó por visitarlo 8 días. A pesar que es una región azotada por eso que llamamos pobreza, por el abandono, por las bandas criminales que están copando los territorios dejados por las FARC, por el narcotráfico y por la trampa que representa para los jóvenes el “dinero fácil”, según me lo explicó mi improvisado profesor de surf, el feliz Felix. A pesar se su clima húmedo, caluroso y selvático. A pesar de su desconexión con el interior y de nuestra ceguera  frente al paraíso chocoano, de sus carreteras destapadas y de su “atraso y subdesarrollo”. A pesar de todas sus dificultados y quizás gracias a ellas, Chocó, sus playas, ríos y su gente estarán de ahora en adelante en la historia de FamiloAmérica, en nuestra historia particular. Creo que esas dificultades y problemas, que tristemente se transforman en violencias al ser vistos desde la incomprensión y el miedo, son el reflejo de nuestras cabezas cuadradas, limitadas y homogenizantes del mundo ultraracional que le quiere poner etiquetas y explicaciones a todo para alimentar la individualidad, el ego y la separación. Pese a lo anterior y gracias a nuestra experiencia en el Chocó, pienso y siento que en nuestros corazones, en nuestro país y en nuestro Mundo, aún hay espacio para ver las culebras y los animales salvajes sin fobia ni miedo, para utilizar el agua con sus cascadas, ríos y mares de manera consciente, para disfrutar de las playas sin construir mega-hoteles y volverlas igual a otras, para nadar en el mar junto a las tortugas con respeto, para compartir un momento de silencio y sonrisas con los indígenas, para valorar y aprender del conocimiento tradicional de nuestros negros, para volver a jugar con una llanta y un palo, para correr bajo la lluvia con la familia, para disfrutar de las tormentas y las olas gigantes, para escuchar el silencio de la selva, para impregnarse del sabor y la alegría del chocoano, para vivir, disfrutar y respetar la diversidad en todas sus manifestaciones.

Un día de esos ocho que disfrutamos de este paraíso, Paz me miró y me dijo algo simple, profundo y cierto. “¿Sabes una cosa, papá?”. “No”, respondí. “Me doy cuenta que cuando hablo con los negritos ellos siempre están sonriendo”. Silencio. Paz siguió haciendo lo que estaba haciendo y yo me quede pensativo, iluminado, feliz. No se cómo lo hacen, ni podría generalizar esta afirmación a todos los “negritos”, pero es cierto que cuando sonríen lo hacen desde el corazón, su mirada se hace transparente y su sabor contagia todo alrededor. Me gustaría tener más a menudo esta sonrisa y esta mirada transparente y espontánea de los negros o la tímida y tierna de los indígenas. Me reconforta y me alegra mi espíritu cada vez que veo esas sonrisas y miradas sinceras de los indígenas, de los negros o de los blancos, de cualquier persona, la sonrisa de la Madre Naturaleza, de las olas, las serpientes, las tortugas, del sol, del mar, de la selva en sus múltiples manifestaciones, porque hay momentos sublimes como los que viví en el Chocó en los que puedo enfrentar mis miedos y puedo ver y sentir con mayor claridad  para darme cuenta que somos lo mismo – como dice mi maestro Thich Nhat Hanh – , que yo soy ellos y ellos soy yo … aunque parezcamos diferentes.

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Bablofil - June 14, 2017 Reply

Thanks, great article.

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