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ENCONTRÁNDOME PERDIDO EN EL SALAR DE UYUNI

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Crónica de una experiencia próxima a la muerte que me acercó a la vida, en la noche más bella y peligrosa de Familoamerica

Finalmente y luego de un largo recorrido de doce horas desde La Paz a paso de Dharma, el 15 de junio llegábamos a uno de los lugares más majestuosos, representativos y hermosos de Bolivia, Suramérica y del planeta y que era uno de los destinos más esperados de Familoamérica: el Salar de Uyuni. Este gigante desierto de sal de 40.000 km2 es el salar más grande del Mundo, la planicie más extensa del planeta y el espacio más blanco, más silencioso y más sorprendente que hubiera vista en mi vida. El Salar también nos estaba esperando para enseñarnos muchas más cosas que geografía, un paisaje lindo o una vivencia turística.

Cuando nos aproximábamos a Uyuni en el carro, tan cansados como felices y con los niños dormidos después de un día entero de ruta, vimos con Paula una luminosa estrella fugaz que nos daba la bienvenida a un lugar especial, mágico. “La viste?” nos preguntamos casi al mismo tiempo con los ojos abiertos y brillantes. Y como es costumbre, pedimos un deseo. Mi deseo más profundo era volver a sentirme enamorado de Paula, con la pasión, la alegría y el placer que sentimos cuando nos conocimos hace 10 años en una fiesta y que, con el paso del tiempo, la rutina y un año de viaje en familia, sentía iban desapareciendo como la estela de luz de esa estrella. Reconozco con algo de tristeza que en algunos momentos del viaje y de nuestra historia juntos, el cansancio, la rutina, la falta de espacios propios, nuestras chocheras y los niños – por más que los amemos infinitamente -, sumado a nuestras propias limitaciones para comprender y amar verdaderamente, nos hicieron pelear y pasar muy malos ratos. Yo sentía con resginación que nos convertimos en ese esposo/a, padre/ madre, persona que nunca quisimos ser. He llegado a pensar y preguntarle a Paula, en algunos de esos momentos más difíciles, mas desesperanzadores, más humanos: “Amor, se nos acabó el amor?”. Con ese rezago de fe pedí, en silencio y desde lo más profundo de mi corazón a Dios, a la estrella fugaz, al Universo, el siguiente deseo: que reencontráramos la magia perdida (o mejor, refundida) con Paula para abrazarnos y vernos a los ojos con amor, libre y eterno, renovados. El deseo se fue para el cielo y rápidamente se congeló con el frío de tres grados bajo cero con el que nos recibía e pueblo boliviano de Uyuni.

 

Al día siguiente nos fuimos los cuatro expedicionarios – Teo, Paz, Paula y Camilo – a la entrada del Salar de Uyuni por el pueblo de Colchani para explorar, como nos lo recomendaron varias personas, si nuestro Dharma podía pasar los pozos de agua que se forman por el constante paso de las 4×4 y que forman una barrera natural (un río) que impide el paso de los carros viejos y sin doble tracción como el nuestro. Vimos un atardecer espectacular y pasamos una tarde divertida en la entrada al salar  junto a dos amables viajeros uruguayos en otra kombi más vieja que tenían claro que no iban a pasar. Nuestro sueño de recorrer el Salar en nuestro cuestionado y querido carro – casa estaba cerca de hacerse realidad pero teníamos que estar seguros de no quedarnos atascados ni varados como vimos que sucedía con otro carro, mucho más moderno que el nuestro, y que fue rescatado con gran habilidad por un lugareño en otra 4×4. Este era un personaje amable, de tez oscura, pelo lacio, estatura baja, ojos negros y luminosos que mascaba un bulto prominente de coca en su cachete como es tradición en Bolivia para aliviar el frío, el trabajo pesado y la altura. Me acerqué al rescatador boliviano, al uyunense, y le hice las preguntas de rigor para estar completamente seguro de recorrer el Salar en Dharma: “Usted cree que con este carro podemos pasar?”; “Usted nos podría ayudar a pasar esta primera parte?”; “Nos podría dar su teléfono y esta pendiente de nosotros cuando pasemos?”; “Cuanto nos cobra?”. Con absoluta seguridad y amabilidad Leonardo, nuestro Mitch Bucanon del altiplano, nos respondió que si, que serían 50 bolivianos por pasar y que una vez pasado el río podríamos atravesar, recorrer, disfrutar y salir del Salar solos.

Con la seguridad y “autorización” recibida, nos despertamos felices al día siguiente para cumplir con uno de nuestras mayores metas y destinos en Familoamerica: llegar y recorrer el Salar de Uyuni… en Dharma! Esa mañana todo parecía fluir y tuvimos la suerte de contar con la compañía de Carla, la recepcionista del Hostal donde tuvimos que pasar la primera noche en Uyuni porque el frío bajo cero en el carro era insoportable. Ella, luego de responder nuestras constantes preguntas el Salar y los tours y de encariñarse con los niños, se ofreció para servirnos de guía y pasear con nosotros. No nos cobró, nos pregunto fue si podía llevar a su perro “Brando” y nos dijo que debía regresar antes de las 8:30pm cuando iniciaba su nuevo turno en el hostal. Con su guía y la ayuda de Leonardo, nos sentimos seguros para emprender la conquista del Salar en Dharmasin necesidad de pagar los excesivos precios de los tours.

A la orilla del Salar Leonardo no llegó, como lo esperábamos, en su 4×4 sino en su camión de carga con sus dos hijos, morenos, graciosos y cacheticolorados como él. Ni siquiera amarró su carro al nuestro con una cuerda y, confiando plenamente en Leonardo, sencillamente nos dijo que siguiéramos el camión por donde pasara. Leonardo nos mostraía la tura menos honda para cruzar los charcos y el riachuelo. Rápidamente y sin mayores complicaciones atravesamos el río entre la emoción, los nervios y la felicidad. Habíamos sobrepasado lo que pensamos era la mayor barrera para conocer, adentrarnos y disfrutar del famoso Salar de Uyuni. Celebramos y cantamos luego de pasar el pequeño río y disfrutamos de este momento de gloria familoamericana con nuestros dos invitados especiales del día: Carla y Bruno.

Recorrimos muy contentos los 70km de la inmensa y blanca planicie de sal desde la orilla en Colchani hasta la fascinante Isla Incahuasi, una montaña de piedra gigante en medio del Salar con cactus gigantescos que parece sacado de otro planeta. Como también lo parecía nuestro viejo y digno Dharma en medio de todas las 4×4 que entraban y salían sin parar, llevando turistas a diestra y siniestra. Visitamos el Hotel de Sal “Playa Blanca”(primera parada turística a 15 km de Colchani), conocimos los ojos de agua que salen de debajo de la sal, nos bajamos a tomar las fotos de rigor, jugamos futbol, a las carreras y a la lleva, nos acostamos en el gigante colchón blanco de sal, respiramos y agradecimos, Paz y Teo manejaron en mis piernas sin temor a estrellarse contra nada y escuchamos a Carla responder nuestras preguntas sobre el salar, la historia de Bolivia y su actualidad política. Demoramos casi 2 horas en llegar a esta isla donde apreciamos la inmensidad de la naturaleza y nuestra pequeñez humana. Comimos unos deliciosos sanduches de aguacate que preparamos en familia y disfrutamos del regalo de estar allí.

Decidimos regresar antes que oscureciera y “nos cogiera la noche” para evitar infortunios en la noche y para poder dejar a Carla en su trabajo antes de las 8:30pm como habíamos quedado. Avanzamos 30 minutos de regreso, aproximadamente, e hicimos una última parada para tomarnos las últimas fotos y videos del majestuoso atardecer que nuestros ojos no podían creer estar viendo. Escuchamos el vasto silencio – cuando Teo lo permitía – e hicimos una pequeña meditación agradeciendo y celebrando el momento presente, el haber llegado al Salar de Uyuni. Emprendimos nuevamente el regreso triunfantes, con la misión cumplida, sin saber que apenas estaba iniciando una nueva aventura.

A los 20 minutos de reiniciar el regreso y en medio del desierto, el carro se detuvo y no volvió a encender el motor. No sabíamos qué le sucedía a Dharma(después supimos que el cable de la bomba de gasolina se había destrozado por la sal), al gran héroe que descendió rápidamente en sus índices de confiabilidad y surgieron nuevamente los pensamientos negativos y críticos frente a Dharmay nuestra decisión de entrar al salar en él. Eran casi las seis de la tarde y teníamos menos de una hora antes que anocheciera. Las 4×4 que realizaban los tours pronto dejarían de pasar, según nos dijo Carla, y los que lo hacían pasaban lejos de nosotros. Nuestro polémico Dharma, inmediatamente nos daba solución a nuestro problema y respuesta a las silenciosas críticas mentales. Con Paula pensamos la misma solución para enfrentar esta nueva dificultad: dormiríamos en en carro. “No hay mayor problema; tenemos un carro-casa (que muchas veces sirve más para  lo segundo que para lo primero) donde podemos pasar la noche cómodamente y sin frío hasta que amanezca y mañana por la mañana le pediremos ayuda a las 4×4 que pasen o llamaremos a Leonardo. No es tan grave”. Coincidimos con Paula y el problema parecía aminorarse. Con el positivismo que surge de estas situaciones difíciles y con el espíritu de los payasos ante la adversidad, coincidimos simultánea y casi telepáticamente con Paula que era una linda oportunidad de dormir una noche bajo el cielo más hermosos del planeta, en medio del Salar de Uyuni, uno de los mejores lugares del mundo para ver las estrellas… y en Dharma! Como en muchas ocasiones durante el viaje, respiramos profundo y tratamos de verle el lado más amable a la situación.

Con lo que no contamos era la opinión de nuestra invitada. Carla pensaba diferente a nosotros dos. Ella pensaba que podría llegar a tiempo a su trabajo, como fuera, para evitar un regaño o una sanción laboral. “Aún hay tiempo y podemos llegar caminando hasta Colchani. No nos podemos quedar acá perdiendo el tiempo. Ya perdimos media hora y yo me voy caminando, así sea sola con Bruno!”. Esta era su posición y nos lo reiteró varias veces. La intentamos persuadir (y no somos buenos para esto) argumentando que estábamos lejos, que en el carro podríamos dormir todos, que podía ser peligroso y haría mucho frío en la intemperie, que en su trabajo lo entenderían… Todos nuestros argumentos para calmarla y convencerla de quedarnos parecían no ser escuchados y resultaron infructuosos.

La situación se hacía cada vez más difícil con el paso de los minutos: empezaba a oscurecer; Paula escribía mensajes de Whatsapp pero Leonardo no respondía; Carla tenía minutos de celular pero no tenía señal; intentamos encender el carro varias veces y no lo logramos. Se agotaba el tiempo y debíamos tomar una decisión. Yo no estaba seguro de la distancia que faltaba para llegar a Colchani o, por lo menos, al Hotel “Playa Blanca” pero sabía que estábamos lejos, muy lejos. Teo jugaba y no se percataba de la situación mientras que Paz observaba, nerviosa y consciente de todo lo que sucedía. Paula y Paz, me pidieron que no me fuera, que nos quedáramos juntos en el carro y que no valía la pena tomar el riesgo de caminar por el Salar. Yo pensaba exactamente igual pero tampoco me sentía tranquilo dejando ir sola a Carla. Se agotaba el tiempo y debíamos tomar una decisión.

Carla lo hizo y decidió irse caminando rumbo a Playa Blanca o a Colchani para llegara tiempo a su trabajo. Tomó la decisión enfáticamente después de perder nuestra última oportunidad de ser transportados por una movilidad: a lo lejos y rápidamente, pasó un bus, que se fue alejando sin vernos ni escuchar nuestros gritos y llamados de auxilio mientras corríamos a su encuentro. Carla estaba decidida e inició su marcha. En ese momento tuve que pensar y decidir rápidamente; ya no había más tiempo. Pensé entonces que Paula estaría segura con los niños en el carro y allí no pasarían frío ni hambre, que estarían protegidos y seguros hasta la mañana siguiente cuando llegara la ayuda. No quería dejar a mi familia pero tampoco quería dejar sola a Carla en medio de la noche oscura y fría, a esa persona desconocida que se había ofrecido desinteresadamente a acompañarnos y guiarnos para pasar un lindo día en Uyuni. Tomé mi decisión: decidí acompañarla.

Preferí no quedarme en el carro viendo cómo Carla se alejaba sola con Bruno, a pesar de mí mismo, de las palabras de Paula y del llanto de Paz. Me llené de argumentos para no quedarme en el carro con mi familia y traté de convencerme a mí mismo que no era una locura: “Carla conoce el Salar y si dice que llegamos caminando a pedir ayuda es por algo; ella ha vivido en Uyuni los últimos años y además trabaja en un hotel. Seguro nos demoraremos caminando pero llegaremos a algún lugar habitado. Si nos sucede algo, estaremos juntos para ayudarnos”. No estaba de acuerdo pero me obligué a pensar así.

Cogí rápidamente una cobija del carro – una de cuadros verde con azul que le regaló Benjamín, un amiguito del jardín, a Teo para el viaje –, una linterna de cabeza y un chaleco reflectivo. Alcancé a Carla y a Bruno e nicié la caminata cuando el sol caía. Camine con la esperanza de llegar al Hotel “Playa Blanca”o encontrar en el camino alguna “movilidad” (término utilizado en Bolivia para referirse a algún vehículo) para luego ir en busca de Paula y los niños; Carla lo hacía pensando en llegar a su trabajo. Eso que motivó a Carla a irse sola en medio del gran desierto (después lo entendí mejor) no era conocimiento, intuición o sagacidad; era algo loco, incompresible, casi estúpido, síndrome de una sociedad confundida: el miedo exagerado a una sanción laboral o a perder un trabajo por encima de la Vida misma.

Y aunque yo también tenía muchas dudas y pocas certezas, si sabía que no debía dejarla ir sola. Me entregué al Universo, a Dios, a la Divinidad, a la Vida. Confiaba en ese Algo más allá de mí y de nosotros, a esa protección divina que nos guía y cubre en este viaje por la Vida (hasta cuando sea la hora indicada de detenerse y nos lleve a otro camino).Yo estaba tranquilo, sereno, en medio de una situación de incertidumbre, peligro y sosobra. Mientras caminaba, intenté disfrutar del espectáculo natural que el Salar me ofrecía con un atardecer silencioso y mágico, lleno de colores cambiantes y formas diferentes, donde el cielo y las nubes bailan con el viento y se pintan con el sol. Como nunca antes en mi vida, vi la danza de los astros de la noche, la aparición de las estrellas luminosas en el firmamento, la majestuosa salida de una luna brillante con forma de una delgada sonrisa hacia arriba, como la del Buda, que iluminó nuestro camino durante la primera hora y proyectó sobre el blanco nuestras sombras. “La mía parecía la sombre de “El Principito” o “SuperFan con su capa ondeando” (era simplemente yo con la cobija de Benjamín amarrado al cuello), fantaseaba mientras caminaba y miraba el suelo, aún con esperanza y alegría. Con el pasar de las horas, la luna subió, su luz poderosa disminuyó considerablemente y la sombra y la ilusión de ser un superhéroe se esfumo rápida y contundentemente para convertirme una vez más, cada vez más, en un mortal más, perdido en medio de la naturaleza: vulnerable, frágil, limitado.

En medio de este complejo, difícil pero majestuoso escenario, intente disfrutar cada paso que di, siguiendo las enseñanzas de mi sabio maestro Thich Nhat Hanh o Thay como le llamamos con cariño. Recordé: “No mud, no lotus” (“sin barro no hay loto”). Respiré profundamente, dando pasos con consciencia plena  e intenté sonreír. De vez en cuando levantaba la mirada al hermoso espectáculo del firmamento y sus estrellas, y aprovechaba el impulso para mirar hacia atrás, a las luces de parqueo de Dharma, intermitentes, que continuaban titilando a lo lejos y que cada vez se hacían más pequeñas. Las luces del carro eran mi lugar fijo para regresar en caso de no encontrar nada y cada vez se hacían más y más pequeñas.

Mientras caminaba en silencio, recitaba mantras o realizaba oraciones, entregado a Dios, al Universo, al Gran Misterio, evitando que mi mente divagara por las ramas de los pensamientos y preocupaciones innecesarias. Y mientras cantaba, recitaba mantras y oraba en silencia a Buda, a Krishna, a Jesús y al Gran Misterio, también me acordé de las palabras de Paula, cuando estábamos recorriendo el Salar unas horas antes, que comparaba la inmensidad y la paz del Salar con las del “cielo” al momento de morir. Pensé serenamente en la Muerte, en mi muerte, sin dramas, ni protagonismo, sin verla como un hecho extra-ordinario como estaba acostumbrada a verla. Pensé en mi muerte como un suceso tranquilo y cotidiano, lejos de ser “una gran pérdida para la humanidad”, como mi ego me lo había querido hacer proyectar muchas veces antes, y visualicé algo maravilloso que me hizo entender mejor mi existencia: mi muerte será ordinaria, como mi vida. Tan ordinaria como la vida de una piedra, una flor, una ola de mar, un puma o cualquier otro humano. Ordinaria. Simple. Natural. Bella.

 

Pensé en mi familia, en Paula, Paz y Teo; especialmente en Paz, de quien me había despedido viendo sus tenues lágrimas en los ojos, diciéndole con tranquilidad y optimismo antes de separarnos: “Voy a estar bien, tranquila, que voy a estar bien. Las amo”. Pensé en la maravilla del Salar, del cielo, la luna y las estrellas, de la Vida misma; y en la maravillosa posibilidad que me había dado FamiloAmérica y, también, Carla para darme cuenta de lo que no veía minutos antes: lo único que necesitaba en ese momento era poder respirar y mi mayor deseo era estar nuevamente con mi familia. Comprendí que el resto de mis preocupaciones y deseos son una ilusión porque ya lo tengo todo para ser feliz, acá y ahora. Aún condicionaba mi felicidad al hecho de poder estar junto a mi familia y comprendí mi limitación incapaz de entender que el amor y la felicidad son eternos e infinitos, incondicionales, más allá de todo, incluso de mi esposa e hijos que tanto amo. A pesar de este fugaz momento de claridad y comprensión espiritual, soy consciente que yo estoy en un nivel de trascendencia menor y aún pienso que necesito  de mi mamá, mis hermanos, mi esposa y mis hijos para ser feliz.

La muerte estaba presente en mis pensamientos pero de una forma tranquila y amistosa. Y mientras caminaba en la noche mi única petición era que Paula y Paz estuvieran bien, en paz. Mi preocupación en esos momentos era que ellas no se preocuparan por mi, porque yo estaba bien, me sentía bien y tenía fe que llegaría a buen puerto, cualquiera que fuera. Y mi deseo cambió: ya no necesitaba estar con mi familia. Ahora sólo quería que Paula y Paz no sufrieran y que estuvieran serenas, tranquilas y en paz (Teo ya estaba en el Nirvana, durmiendo feliz); como yo lo estaba. Mis oraciones y meditaciones se enfocaron ahora en hacerles sentir que yo estaba bien, aunque no estuviéramos juntos, y que si ellas no sufrían en este momento de separación, yo podría disfrutar mejor de la extraña felicidad que el Salar, la noche y las estrellas me ofrecían. Fue un aprendizaje y una alerta, un pequeño despertar, para el futuro momento de mi muerte, de alguno de mi familia o de mis seres queridos. “Voy a estar bien, tranquilas, que voy a estar bien, las amo” repetía continuamente en mi cabeza y envía mis pensamientos a Paula, Paz y Teo.

Y pensando en la muerte, vino mi papá a mis corazón y mente. Pensé en mi padre, en el flaco Fer, quien hacía exactamente 20 años atrás, una madrugada del 18 de junio de 1998, había partido de este mundo para continuar su viaje en otro plano, y desde allí sigue cuidándome, acompañándome y viviendo conmigo y con toda nuestra querida familia, en cada latido y respiración. Sentí con más fuerza que nunca y sin dualidad la unión, la armonía y la continuidad entre la Vida y la Muerte, sin drama en medio del drama, sin la extravagancia de un suceso que lo hemos (la sociedad) vuelto extraordinario, sin la incomprensión y la aversión que le tenemos. Volví a pensar en la mal llamada “muerte” de mi papá, en la noche que se accidentó en la carrera 11 con calle 76 y me vi a mí mismo, esa noche, llorando desconsoladamente en ese andén frente al Gimnasio Moderno. Y esta vez pude recordar el momento con amor, con paz y alegría para decirle a mi padre esas mismas palabras: “Tranquilo Pa’, estoy bien y se que tú estás conmigo”. La experiencia en el Salar me ayudó a verlo, sentirlo y comprenderlo así e intento escribirlo y compartirlo ahora sin exageración ni pretensiones. No se cuánto tiempo me tomó entender y decirle estas palabras a mi papá, o cuánto tiempo más me tomará entender la muerte como algo ordinario porque las lecciones de la Vida se suelen olvidar con el breve paso del tiempo. Y por eso los escribo y los comparto con ustedes, querido amigo lector que vive conmigo esta experiencia a través de las palabras. Y les digo que esta experiencia en el Salar me acercó a la muerte y, al mismo tiempo, a la Vida.

Seguimos caminando con Carla, cada vez más silenciosos entre nosotros. Las sombras desapareció con el paso del tiempo, como se diluyó la imagen del Superhéroe en el suelo y en mi mente. El frío, el cansancio y ver que no nos acercábamos a nada me hacía sentir cada vez más humano, más vulnerables, más cansados. Había algo latente que no quería reconocer: estábamos perdidos en el Salar de Uyuni. Veíamos luces diminutas en el horizonte, las del pueblo de Colchani y el resplandor de Uyuni, nuestro oriente hacia donde caminábamos sin parar. Esas luces parecían espejismos y por momentos aparecían y desaparecían, con nuestras fuerzas y esperanza de llegar a algún destino habitado. La luz intermitente de Dharma se hacía cada vez más pequeña y me tomaba mas esfuerzo poder divisarla cada vez que me giraba para sentirme seguro. Era literalmente la luz de esperanza que se prendía y apagaba mientras se alejaba. En un punto, intenté persuadir a Carla de regresar al carro y ella se negó diciendo que ya habíamos caminado 3 horas y estábamos más cerca de la orilla que del carro. Otro espejismo. Carla insistía en seguir y yo quería regresar, pero separarnos hubiera sido llegar al punto que quería evitar desde el principio: quedarnos solos, con la posibilidad de perdernos sin compañía. La noche se hacía cada vez más fría y oscura, y tuve que prender la linterna para intentar seguir los trazos de los carros y no desviarnos del camino. Otro espejismo más.

Gracias a las oraciones y los mantras, me pude mantener en calma, en silencio y sin emitir juicios, pero no evitaron que me empezaran a doler algunas pequeñas ampollas en los pies y que se sintieran cada vez más el cansancio y el frío, en especial cuando parábamos por alguna razón. No volvimos a ver ninguna movilidaddurante toda la noche, excepto unas luces de carro que divisamos a lo lejos, en dirección contraria a la nuestra y que pensamos era la carretera principal, fuera del Salar. Un momento más tarde, nos ilusionamos y pensamos ver a nuestra derecha, a lo lejos, las luces del Hotel de Sal. Desviamos nuestro camino 90 gados hacia la derecha y nos salimos de las huellas trazado por los carros que levemente alcanzaba a iluminar la linterna. Caminamos 30 minutos en esa dirección y aunque veíamos las luces, parecía que no avanzábamos. Quizás era la mente, esa misma mente que engaña continuamente hasta crear un hábito y que nunca para de juzgar, opinar y especular, que nos hace tener siempre la razón; esa misma mente nos hizo creer que era el Hotel y nos había sacado del camino. Después de caminar en esa dirección varios minutos y no sentir avance, “decidimos” que ese no era el hotel y que quizás lo habíamos pasado sin darnos cuenta. Nuestra volatil mente y el Salar jugaban con nosotros y creaba realidades; es su costumbre. Yo insistí una última vez en regresar porque, aunque ya no se veían las luces de Dharma, teníamos aún fresco el camino de regreso y las luces nos servirían luego para llegar al carro. “Estamos cerca; creo que nos demoraremos dos horas más en llegar al Hotel, menos que las tres horas que ya hemos recorrido”, decía Carla con una seguridad incierta, a la que yo me aferraba para no quedarnos solos.

El Salar es tan inmenso como su belleza, poder y silencio. Y nosotros dos no dimensionamos su magnitud, como suele suceder entre los Humanos y la Naturaleza. Carla estaba enceguecida por llegar al trabajo, una idea que cada vez se hacía más imposible de realizar. Por momentos su llanto se escuchaba con ligereza y yo no sabía si era por su situación laboral o nuestra situación geográfica. Y yo seguía caminando, sólo caminando, sin saber si llegaríamos en toda la noche, pero con confianza en la Vida, en Dios, en mi papá, en Paula, en Leonardo u otros ángeles por ahí que nos cuidan y guían. Cada luz a lo lejos era una esperanza que se desaparecía o a la que nunca nos acercábamos. Parecíamos caminar en ese pasillo de Momo de Michael Ende que entre más rápido se camina, menos se avanza.

Decidimos dar media vuelta y buscar nuevamente las trazas del camino que habíamos abandonado tras la ilusión del Hotel. Avanzamos 15 minutos (aproximadamente, pues la noción del tiempo era tan efímera como la del espacio) en dirección contraria a la recorrida los últimos minutos. Cuando el frío iniciaba a molestar realmente y la situación se tornaba crítica, vimos a lo lejos una luz de un carro que parecía venir hacia nosotros. O eso quería creer yo. Era la luz de la esperanza que esta vez no dejaríamos escapa – como el bus– y empezamos a correr rápidamente a su encuentro. Debíamos correr sin parar no se cuantos metros para evitar que pasara de largo. Parece una tontería, pero en medio del extenso desierto uno es simplemente un grano mas de sal. Carla empezó a correr y yo tras ella intentaba direccionar la linterna para que vieran una senal; intentaba iluminar apuntando alternadamente hacia donde debía correr para no caer en lugares donde el suelo se hace frágil, hacia mi chaleco refelectivo y hacia el carro. Mientras corría con emoción y sin darme cuenta, se me perdió el gorro peruano que estaba usando para contrarrestar el frío cada vez más helado  que golpeaba con fuerza mis cabeza y orejas.

Efectivamente era un carro que iba en dirección hacia el pueblo (si es que puedo hablar de algún sentido de orientación). Mientras corría, me preguntaba si era Dharma, si era Paula que había podido encenderlo, si era Leonardo u otro carro. Me llené de energía y continué corriendo detrás de Carla con la linterna en la mano y la luz de esperanza nuevamente recargada en el corazón. Era nuestra gran oportunidad de ser recogidos de la carretera y rescatados del frío y la media noche que tenía la fría posibilidad de bajar su temperatura en la madrugada. Era nuestra oportunidad de salir de la incertidumbre y el Salar, en la noche más bella y riesgosa que había vivido en Familoamerica.

No reconocí el sonido de Dharma pero era evidente que iba en dirección a Uyuni e iba lento, muy lento, más lento de lo que quisiéramos. O mejor que no fuera rápido, pensé, porque quizás nos pasaba de largo. La lentitud del carro me hizo pensar que nos estaban buscando. Teníamos que hacernos ver como fuera. Corrimos y avanzamos hacia el “camino” donde podríamos cruzarnos con el carro. De pronto, se apagaron las luces del carro y no lo vimos más. “Los perdimos”, pensé; “seguramente no nos vieron y se regresaron”. Me tendría que armar de valor y fuerza para continuar caminando, para enfrentar la noche, el  frío, a lo desconocido, a nuestros estados mentales o a una situación mucho más difícil que la vivida hasta ese momento.

Seguía apuntando en dirección hacia donde vimos por última vez las luces. De pronto en medio del silencio infinito donde solo escuchaba mis pasos y mi respiración, escuche la voz de Paula que gritaba: “Camilooo”. Su voz llamando mi nombre me regresó el alma al cuerpo y me sentí vivo nuevamente; y la sentí viva a ella. Ahora si tenía certeza, era Paula y estaban buscándonos. Paula y los niños estaban cerca. La voz de Paula que seguía gritando mi nombre continuamente me regresó el aliento y las fuerzas, la pasión de estar vivo, esas que parecían perdidas por nuestra cotidianidad. Había esperanza para mi, para los dos, para todos. Yo empecé a gritar sin parar ni dejar de alumbrar con la linterna hacia el frente y hacia el chaleco reflectivo: “Paula. Acá. Paula!” Lentamente, muy lentamente las luces del carro se acercaban. A medida que se acercaban corríamos más rápido y gritábamos más duro. Seguimos corriendo hasta poder ver una 4×4 que halaba a Dharma. Era el carro de Leonardo y estábamos a salvo. Estábamos nuevamente juntos. Con vida. Felices.

De la 4×4 se bajó Leonardo, nuestro ángel del Salar, su hermano Nicolás y sus dos hijos. Uno de los hijos de Leonardo, el de 7 años, se abrazó de mi pierna y me dijo triunfante y  emocionado: “Los rescatamos”. Paula se había podido comunicar con “San Leo” y él salió a su rescate, luego de aprovisionarse para la búsqueda; la encontró en el carro justo a tiempo, unos minutos antes que se agotara la batería de Dharmay se apagaran las luces de parqueo. Algo de buena suerte tenemos. Cuando nos encontramos, Paula se bajó rápidamente de Dharma. Paula y yo, renovados en nuestro amor y comprensión de la Vida, con los ojos llorosos y las manos temblando de la emoción, nos dimos un abrazo eterno bajo las estrellas del Salar, en un apretón fuerte de almas que se encontraron como hacía 10 años. Luego fui directamente a buscar a Paz que apenas se estaba despertando por los gritos y la emoción del momento.  Cuando la vi dentro del carro, estaba llorando levemente con sus profundos ojos azules, tal como la deje; esta vez, era de alegría. La celebración fue simple y hermosa. Era un festejo por la Vida, un rescate hacia la esencia de la vida a través de la cercanía con la muerte con la voz silenciosa del Salar. Creo que, en esta noche inolvidable, todos nos ayudamos a salvar (o a perder, según como se mire): Leonardo y su familia rescataron a Paula; Paula nos rescató a nosotros dos; y yo, con ayuda de la linterna, el chaleco reflectivo, la super-cobija de Benajmín, y los ángeles de cielo y tierra, ayudamos a rescatar a Carla de algo que nunca se sabrá.

No creo haber sido ningún héroe porque la magia de esta noche me reveló con fuerza mi humanidad, mi vulnerabilidad, mis limitaciones. Yo me entregué al Universo, a la Voluntad Divina, tomé la difícil decisión de acompañar a Carla y, con Thay, intenté respirar, disfrutar y sonreír mientras caminaba. Jamás se sabrá qué hubiera pasado si Leonardo no hubiera ido en nuestra ayuda. Todo será especulación. Lo que si supe es que faltaban 39 km hasta Playa Blanca y no hubiéramos llegado caminando en la noche. En el regreso, en Dharma, y con un ambiente festivo nuestros el hermano de Leonardo y sus hijos nos contaron que el Salar tiene espíritu de mujer y que por eso “se lleva a los hombres” (quizás por esto Carla también me salvó a mí) y que el año pasado en una situación similar habían encontrado “tieso” a un padre de familia que se bajó del carro y se perdió en el desierto de sal. Esa noche, después de llegar a “tierra dulce”, Leonardo nos invitó a dormir a su humilde casa, al hotel de sal que está construyendo con sus propias manos y que me confirma lo que el viaje me está mostrando: que los hombres y mujeres si podemos amarnos, ayudarnos y darnos la mano porque inter-somos.

Y luego de esta experiencia, de esta noche inolvidable, comprendí que a pesar de las dificultades, dudas y limitaciones en mi relación con Paula reconocí y redescubrí lo esencial: nuestro amor. La certeza de sentirme vivo en ese abrazo eterno con ella y que todavía siento en mí, me transformaron. Entendí que el Salar de Uyuní cumplió el deseo que pedí al ver la estrella fugaz: volver a sentir pasión, amor y alegría por esa hermosa y única mujer que me acompaña incondicionalmente en este fugaz viaje de la Vida. Comprendí que mi papá vive en mi y yo en él, y que él está bien si yo estoy bien, que el es feliz y si yo lo soy. Veinte años después de la continuidad de mi padre, comprendo mejor la muerte, la gran y amiga muerte. Esa muerte que dejo de entender como algo extra-ordinario y me reafirma su inevitabilidad y ordinariez junto a mi vulnerabilidad y simpleza (grande, divina y milagrosa simpleza!). Me doy cuenta que no soy ningún super-héroe ni alguien especial, como mi ego me lo ha querido hacer creer durante tanto tiempo. Simplemente soy, como una parte más y única de un Todo. Y esta comprensión me invita a ser feliz con lo que soy, con todo lo que soy y con todos los demás seres, sin mayores pretensiones ni deseos mas que SER, inter-ser.

Esta experiencia cercana a la muerte me acercó a la Vida,  a mi propia Vida, para reconocer con claridad y sinceridad quién soy yo verdaderamente (aunque a veces no me encante y otras no), e intentar día a día ser feliz con ello. A pesar de mis limitaciones como mi intolerancia, mi incapacidad de gozar, mi constantes nostalgias o tristezas, mis múltiples frustraciones y comparaciones, mi auto-imagen errada puedo celebrar y honrar la Vida con mi propia vida, puedo aceptar mejor quien soy y seguir agradeciendo a la Vida, a Dios, a los ángeles y maestros por darme a Paula y a dos niños divinos a los que amo con todo mi corazón. Esta experiencia cercana a la muerte, sin dramatismos ni heroísmos, me acercó a la Vida, a la muerte y al amor de mi Vida. Y este escrito me ayuda a recordar esas breves claridades que sentí, gracias a Familoamérica, a Carla y a Dharma, y a toda una serie de sucesos y personas que me permitieron acercarme un poco más a mí mismo y a encontrarme perdido en el Salar de Uyuni.

About Camilo Rodríguez

9 comments

Adriana Polania - August 9, 2018 Reply

Lloré por la belleza de esta historia. Un abrazo fuerte a los cuatro….

Helena - August 11, 2018 Reply

Gracias Cami por este relato. Gracias por esta reflexión sobre la vida y la muerte, que deberíamos recordar con frecuencia. Soy la fan número 1 de este blog, ya lo sabes, un abrazo enorme para familoamérica.

Marisol - October 30, 2018 Reply

Hola chicos…familiamerica…hoy me enteré de ustedes…Voy recién leyendo sus aventuras… me emociona mucho…Como Elena es la fan N 1 Yo seré la 2…un abrazo

Ramon F. S. Santos - November 1, 2018 Reply

uff!! sin aliento y sin palavras… q experiencia.

AMPARO - November 21, 2018 Reply

Gracias Camilo por compartir este testimonio de vida, donde muestras toda la vulnerabilidad que en momentos de sufrimiento aflora. Me recordaste con tu texto a mi padre que también partir y que justo ayer estaba cumpliendo años. Me emosiona ver como vuelves a tu esencia que que te ha unido a Paula y que te lo recuerdan tus bellos hijos, pero también a esos ángeles que te ponen en el camino para insistir que no estamos tan separados como creemos. Abrazos a todos, desde Escuela Itininerante, mis mejores pensamientos y energía para una familia que nos enseña mucho sobre el interesa.
te comparto; SOBRE LA INVULNERABILIDAD

Sólo en la medida en que estemos dispuestos a perderlo todo, a hacernos totalmente vulnerables, podremos alcanzar la invulnerabilidad. El budismo enseña que el agua es invulnerable por no oponerse a nada, por no ofrecer resistencia, a la vez que nos la presenta como un elemento a imitar. ¿Esto quiere decir que podemos alcanzar nosotros también la invulnerabilidad? Podemos alcanzar la invulnerabilidad cuando nos hacemos totalmente vulnerables. El agua es invulnerable porque no se defiende, no se enfrenta a nada, no se limita a ella misma, sino que siempre sortea, se adapta… La esencia del agua es que no tiene sustancia, no tiene forma fija, no tiene yo. También nosotros, en la medida que estemos dispuestos a perderlo todo: la identidad, el cuerpo, las ideas, las posesiones, los principios…, podremos hacernos invulnerables. Pero mientras queramos guardar algún tipo de espacio personal, de espacio protegido, de identidad, entonces seremos muy vulnerables.

Dokusho Villalba – Maestro zen Español

Jorge Cristancho - November 23, 2018 Reply

Cami, me alegró mucho compartir un poco de familoamérica, me alegra su viaje y me alegra leer sus mensajes detrás de la historia. Gracias por compartir parte del viaje que logran en el recorrido. Un abrazo grande.

paola - February 20, 2019 Reply

Sencillamente hermoso!

Liza M. - March 9, 2019 Reply

Que increíble post, entre aquí buscando algo de morbo pensando en qué tal vez era una historia que acababa mal como algunas anteriores noticias que había leído, sin embargo me he llevado una hermosa reflexión acerca de lo efímera que es la vida y más aún acerca del amor, amor real, fuerte que une y qué más aún mantiene vivo. Excelente, me encantó!

CONDORI ESTER CORNELIA - May 20, 2019 Reply

Muy estremecedora tu vivencia.Celebro que tengas esa compañera de vida y tus hermosos hijos.

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